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" ..pero tampoco creas a pie juntillas todo/no creas nunca creas este falso abandono/
estaré donde menos lo esperes/por ejemplo en un árbol añoso de oscuros cabeceos/
estaré en un lejano horizonte sin horas.."


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Grupo Virtual - Una manera distinta de compartir, una manera distinta de comprender



miércoles, 21 de julio de 2010

FACUNDO


Obra fundacional de la literatura argentina, el Facundo de Sarmiento constituye un texto clave para el desciframiento de la identidad nacional, un polémico documento político y un relato con pasajes de enorme belleza narrativa. La obra se publicó por primera vez como folletín en 1845 en Santiago de Chile bajo el título de Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, y ese mismo año se editó también en libro.









EXTRAIDO DE UN TRABAJO REALIZADO EN LA UNIVERSIDAD DE CONCEPCION, CHILE (2010)
Pedro Lastra, profesor, poeta y ensayista.


El acontecimiento central del capítulo XIII de Facundo es el asesinato de Facundo Quiroga en el lugar llamado Barranca Yaco, nombre con el cual Sarmiento señala ese capítulo. Las circunstancias del asesinato debieron ser muy inquietantes para el lector de la sombría época referida en el libro y lo son hasta hoy, aunque por razones obviamente distintas. Para el lector actual, una de ellas puede ser la prefiguración, en la historia y en la literatura hispanoamericanas, del motivo de “la muerte anunciada”, cuya sugerente presencia en el relato de Borges (“Tema del traidor y el héroe”) es la materia misma de una de las obras más famosas de García Márquez. En su viaje hacia la muerte, Facundo recibe varias advertencias y mensajes, orales y escritos, con detalles de la inminente conspiración que lo amenaza y, como en los textos mencionados, los ignora o deniega. Escribe Sarmiento:
Jamás se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está instruida de los más mínimos detalles del crimen que el gobierno intenta; y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las conversaciones.


D.F. Sarmiento

Muerte anunciada, pues, que el lector puede seguir paso a paso hasta el terrible final, cumplido con saña por Santos Pérez, “el gaucho malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras inauditas”.

Es una situación o motivo de larga tradición histórico-literaria, que ha permitido singulares y diferentes despliegues narrativos, como los ejemplos citados, pero que siempre ilustra la violencia imperante en ciertos tiempos o lugares. Esto último es lo que me lleva a proponer una suerte de diálogo entre dos textos representativos de la violencia en Hispanoamérica. Los lugares son Argentina en el siglo XIX y Colombia en el siglo XX. El primer texto es un pasaje de aquel capítulo XIII de Facundo que, como se sabe, relata un hecho real y de los más notorios e historiados de la dictadura de Juan Manuel Rosas; el segundo es el cuento “Espuma y nada más”, de Hernando Téllez, pieza maestra de ficción cuya verosimilitud aparece sustentada por la posibilidad de su ocurrencia en el convulsionado período posterior al llamado “bogotazo” de abril de 1948, y conocido precisamente como “la violencia colombiana”. El cuento de Téllez pertenece al libro Cenizas para el viento y otras historias (publicado en Bogotá en 1950 y reeditado en Santiago de Chile en 1969).


H. Téllez D.F. Sarmiento

Dado el ámbito común de violencia y de muerte en el cual tienen lugar las acciones de los relatos de Sarmiento y de Téllez, no es raro que el autor colombiano –escritor de muchas y meditadas lecturas, como se advierte en su memorable producción ensayística– actualizara en “Espuma y nada más” algún rasgo o sugestión del Facundo sarmientino mientras imaginaba a los dos personajes de su cuento: el revolucionario secreto que es el barbero del pueblo, “orgulloso de la pulcritud de su oficio”, y el capitán Torres, perseguidor implacable y verdugo de rebeldes. El sabio manejo del suspenso convoca la atención desde las primeras líneas: “No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta”. Quien ha llegado es el ejecutor de sus compañeros, al que tendrá que afeitar mientras escucha el parco y brutal relato de la cacería de hombres y se entera del tortuoso procedimiento del próximo castigo. En medio de esa insoportable tensión, y acaso para distanciarla, el narrador protagonista describe a su personaje:
… el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres.

Y más adelante, mientras “la navaja seguía descendiendo”, agrega:
Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar con habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente.

Como verá el lector, al final sucede lo inesperado:
Torres concluyó de ajustar la hebilla […] y, luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. […] Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me dijo:

“Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo”. Y siguió calle abajo.


¿Cuál es el retrato, en rigor una etopeya, que nos dejó Sarmiento del asesino, también implacable, de Facundo? Se lee casi al cierre del capítulo, del que transcribo los párrafos que considero como un subtexto de la narración de Hernando Téllez. Se diría que al acercar su relato al de Sarmiento, el escritor colombiano quiso hacer un guiño, una señal de entendimiento al insoslayable antecesor:
Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y risada.

[…] en lo más recio de la persecución, el comandante Casanovas, su antiguo amigo, le hizo significar que tenía algo de importancia que comunicarle. Una tarde, mientras el escuadrón de que el comandante Casanovas era jefe hacía el ejercicio al frente de su casa, Santos Pérez se desmonta en la puerta y le dice:

–“Aquí estoy; ¿qué quería decirme? –¡Hombre! Santos Pérez, pase por acá, siéntese. –¡No! –¿Para qué me ha hecho llamar?” El comandante, sorprendido así, vacila y no sabe qué decir en el momento. Su astuto y osado interlocutor lo comprende, y arrojándole una mirada de desdén y volviéndole la espalda, le dice: “Estaba seguro de que quería agarrarme por traición! He venido por convencerme no más”. Cuando se dio orden al escuadrón de perseguirlo, Santos había desaparecido.

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