.

" ..pero tampoco creas a pie juntillas todo/no creas nunca creas este falso abandono/
estaré donde menos lo esperes/por ejemplo en un árbol añoso de oscuros cabeceos/
estaré en un lejano horizonte sin horas.."


TMC http://tardesdemateycuentos.blogspot.com/
Grupo Virtual - Una manera distinta de compartir, una manera distinta de comprender



viernes, 25 de diciembre de 2009

Tiempo sin tiempo ... y más !

¡Y UN MOMENTO DULCE PARA: MIS compañer@s de TMC!

POEMA: TIEMPO SIN TIEMPO (Mario BENEDETTI)


Preciso tiempo, necesito ese tiempo
que otros dejan abandonado
porque les sobra o ya no saben que hacer con él,
Tiempo en blanco, en rojo, en verde,hasta en castaño oscuro
No me importa el color...
Cándido tiempo que yo no puedo abrir y cerrar como una puerta...
Tiempo para mirar un árbol,
Un farol para andar por el filo del descanso
Para pensar: ¡Qué bien hoy es invierno!
Para morir un poco
y nacer enseguida
y para darme cuenta
y para darme cuerda
preciso tiempo:
El necesario para chapotear unas horas en la vida
y
para investigar por qué estoy triste
y
acostumbrarme a mi esqueleto antiguo...
Tiempo para esconderme en el canto de un gallo
y
para reaparecer en un relincho
y
para estar al día, para estar a la noche:
"Tiempo sin recato y sin reloj
Vale decir preciso
o sea necesito
digamos me hace falta: TIEMPO SIN TIEMPO"
_____________________________________________
POEMA: PEDACITOS DE TIEMPO (Malena)
"Tiempo dorado
guardado en -pedacitos -
y
envuelto en una memoria
impermeable
al virus destructor
que llaman: El OLVIDO"
"Manijas que no se detienen
y
que muchas vecen
se mueven
en contra del latido
del alma"
"Segundos que tatuamos
inertes
en un sueño"
"Tiempo dorado,
tiempo..."
"¿Quién controla el tiempo:
ANSÍO SABER?"
- Licencia de CREATIVE COMMONS -
Publicado por Malena en http://kamariaaamori.blogspot.com/2009/12/desde-peru.html

domingo, 20 de diciembre de 2009

Testigo de uno mismo




Ojalá está después del horizonte
pero hay otro al alcance de la mano
cuando uno tiene ganas de ser alguien
y sueña con no estar equivocado

dice ojalá sin mirarse al espejo
para no entristecerse con motivo
sin mendigar lo que no se consigue
y tampoco dar algo por perdido

ojalá conquistemos la razón
en el escándalo de la conciencia
y ejerzamos el derecho a la vida
de ojos abiertos o sin darnos cuenta

ojalá que las muertes del camino
no se nos cicatricen en el alma
y armemos el futuro aunque sepamos
que el fin está en la puerta de la casa

ojalá que en el cándido arrabal
o en cualquier recoveco del otoño
más que confiado y menos que exigente
nos espere el amor / el generoso
Mario Benedetti

de Testigo de uno mismo,
agosto 2008

martes, 15 de diciembre de 2009

Réquiem con tostadas

Mario Benedetti

Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá también era buena gente. No hablábamos mucho ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto, duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie, pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses. Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted, porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente, por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada, más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta, tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella. Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí? Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mi, o cuando arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella, por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe por cuanto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo. Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio para ella, que no lloraba nunca.
FIN

La muerte y otras sorpresas, 1968

domingo, 6 de diciembre de 2009

Mario Benedetti - Por Suerte Somos Otros


10.10.06
Por Suerte Somos Otros
Por el desfiladero inclemente y reseco
avanzamos a pobres estallidos
a opacos y alunados madrugones
a otoños inhibidos por un cielo grisáceo

a veces penetramos sin querer en la fiebre
como en una falsa vacación o delirio
pero si intentamos levantar un brazo
las bisagras crujen como antiguos rencores
y sudamos blasfemias y melancolías

somos en realidad otro desconocido
un tipo más que ignora cuándo va a tocar fondo
si en el breve mayo de las hojas secas
o en el laxo febrero de nostalgia soleada

un desconocido un pájaro que emigra
de su propio corazón un signo
que de a poco se va desdibujando
se va olvidando de su propio trazo

un desconocido un pañuelo blanco
que dice adiós a nadie a nadie a nadie
como si nadie hubiera para juntar recuerdos
para llegar a despedir al solo

un desconocido de quien no se sabe
por qué y con quién puede aún asombrarse
un resto de naufragio un capricho
de pedernal miedo que esparce a veces
semillas de coraje silencios alaridos

sólo un desconocido somos eso
algún remoto de nosotros mismos
un morral de prejuicios una bomba de tiempo
que nos explota en medio de la aleluya o del bostezo

quizás ahí esta la clave

si nos sabemos magros
y ausentes y un poco traicionados
por cautelas y pautas y grandes plataformas
si adquirimos en cómodas cuotas el desastre
y empuñamos la angustia como un hacha de piedra
y además si en las duras transacciones
de cerebro a conciencia y viceversa
vacilamos y después vacilamos
y cuando el cielo escupe fuego y mierda

nos refugiamos bajo el mosquitero
y además si en el páramo ancho del insomnio
sobrevivimos a nuestro egoísmo
y nos desayunamos a vivir
y no reorganizamos la verdad
como un plan quinquenal o un orgasmo

cómo entonces si estamos tan ajenos
ennuestro traje y en nuestro esqueleto
si lo que pudimos haber sido nos vela
como un guardián de mirada implacable
memeorioso guardián faro en lo abstracto
como entonces no cambiarnos en Otros

como no introducir de contrabando en ellos
las tempestades que no desatamos
los datos del amor inaccesible
los odios nobles y descomunales
ese acompañamiento del amor
que no nos atrevimos a sangrar

libres para ser Otros ni ángel ni desángel
sólo nuestra verdad imperfecta y radiante
la verdad aventura que nunca se repite
y sin embargo puede atravesarnos
como una flecha o una ideología

y no es tarea vana
inventar Otros
que tienen por supuesto rasgos nuestros
textura nuestra cicatrices nuestras
más dos o tres barbaridades llanas
y más amor que nuestro más amor
esa caricaptura de nuestros imposibles
a veces nos contagia contamina
de vida nuestros pasos malmurientes

nos da confianza júbilo certezas
sinceridad hasta decirnos basta
punto final al miedo miedo a punto

y una noche sin mar ni pesadillas
los Otros
esos Otros que inventamos
los Otros nos inventan nos recrean
a su imagen y a su semejanza
nos convencen de que al fin somos Otros
y somos Otros claro
por suerte somos Otros.

Mario Benedetti

sábado, 28 de noviembre de 2009

miércoles, 25 de noviembre de 2009

ARCO IRIS

A veces
por supuesto
usted sonríe
y no importa lo linda
o lo fea
lo vieja
o lo joven
lo mucho
o lo poco
que usted realmente
sea

sonríe
cual si fuese
una revelación
y su sonrisa anula
todas las anteriores
caducan al instante
sus rostros como máscaras
sus ojos duros
frágiles
como espejos en óvalo
su boca de morder
su mentón de capricho
sus pómulos fragantes
sus párpados
su miedo

sonríe
y usted nace
asume el mundo
mira
sin mirar
indefensa
desnuda
transparente

y a lo mejor
si la sonrisa viene
de muy
de muy adentro
usted puede llorar
sencillamente
sin desgarrarse
sin deseperarse
sin convocar la muerte
ni sentirse vacía

llorar
sólo llorar

entonces su sonrisa
si todavia existe
se vuelve un arco iris.


Mario Benedetti

lunes, 23 de noviembre de 2009

TACTICA Y ESTRATEGIA

Mi táctica es mirarte

aprender como sos

quererte como sos

Mi táctica es hablarte

y

escucharte

construir con palabras

un puente indestructible

Mi táctica es quedarme

en tu recuerdo

no sé cómo ni sé

con qué pretexto

pero quedarme en vos

Mi táctica es ser franco

y

saber que sos franca

y que no nos vendamos

simulacros

para que entre los dos

no haya telón ni abismos

Mi estrategia es en cambio

más profunda y más simple

mi estrategia es...


... que un día cualquiera

no sé cómo ni sé con qué pretexto:


¡POR FÍN ME NECESITES!

Autor: Mario Benedetti


Será recitado por Malena (Centro Cultural VIVE y DEJA VIVIR, próximo día 27, a las ocho de la tarde)

Publicado en
http://kamariaaamori.blogspot.com/2009/11/mario-benedetti-tactica-y-estrategia.html

GRACIAS MALENA !

lunes, 16 de noviembre de 2009

Benedetti: Beatriz ( Una palabra enorme)


Libertad es una palabra enorme. Por ejemplo, cuando terminan las clases,


se dice que una está en libertad.


Mientras dura la libertad, una pasea, una juega, una no tiene por qué estudiar.


Se dice que un país es libre cuando una mujer cualquiera o un hombre cualquiera


hace lo que se le antoja.


Pero hasta los países libres tienen cosas muy prohibidas.


Por ejemplo matar.


Eso sí, se pueden matar mosquitos y cucarachas, y también vacas para hacer churrascos.


Por ejemplo está prohibido robar,


aunque no es grave que una se quede con algún vuelto cuando Graciela, que es mi mami, me encarga alguna compra.


Por ejemplo está prohibido llegar tarde a la escuela, aunque en ese caso hay que hacer una cartilla mejor dicho la tiene que hacer Graciela, justificando por qué.


Así dice la maestra; justificado.


Libertad quiere decir muchas cosas.


Por ejemplo, si una no está presa, se dice que está en libertad. Pero mi papá está preso y sin embargo está en Libertad, porque así se llama la cárcel donde está hace ya muchos años.


A eso el tío Rolando lo llama qué sarcasmo.


Un día le conté a mi amiga Angélica que la cárcel en que está mi papi se llama Libertad y que el tío Rolando había dicho que era un sarcasmo y a mi amiga Angélica le gustó tanto la palabra que cuando su padrino le regaló un perrito le puso de nombre Sarcasmo.


Mi papá es un preso, pero no porque haya matado o robado o llegado tarde a la escuela.


Graciela dice que papá está en libertad, o sea está preso, por sus ideas. Parece que mi papá era famoso por sus ideas.


Yo también a veces tengo ideas, pero todavía no soy famosa.


Por eso no estoy en Libertad, o sea que no estoy presa. Si yo estuviera presa, me gustaría que dos de mis muñecas, la Toti y la Mónica, fueran también presas políticas, porque a mi me gusta dormirme abrazada por lo menos a la Toti. A la Mónica no tanto, porque es muy gruñona.


Yo nunca le pego, sobre todo para darle ese buen ejemplo a Graciela.


Ella me ha pegado pocas veces, pero cuando lo hace yo quisiera tener muchísima libertad. Cuando me pega o me rezonga yo le digo Ella, porque a ella no le gusta que la llame así.


Es claro que tengo que estar muy alunada para llamarle Ella.


Si por ejemplo viene mi abuelo y me pregunta dónde está tu madre, y yo le contesto Ella está en la cocina, ya todo el mundo sabe que estoy alunada, porque si no estoy alunada digo solamente Graciela está en la cocina.


Mi abuelo siempre dice que yo salí la más alunada de la familia y eso a mí me deja muy contenta. A Graciela tampoco le gusta demasiado que yo la llame Graciela, pero yo la llamo así porque es un nombre lindo.


Sólo cuando la quiero muchísimo, cuando la adoro y la beso y la estrujo y ella me dice: ¡Ay chiquilina, no me estrjes así!, entonces sí la llamo mamá o mami, y Graciela se conmueve y se pone muy tiernita y me acaricia el pelo, y eso no sería así ni sería bueno si yo le dijera mamá o mami por cualquier pavada.O sea que la libertad es una palabra enorme.


Graciela dice que ser un preso político como mi papá no es ninguna vergüenza. Que casi es un orgullo.


¿Por qué casi? Es orgullo o es vergüenza. ¿Le gustaría que yo dijera que es casi vergüenza?


Yo estoy orgullosa, no casi orgullosa, de mi papá, porque tuvo muchísimas ideas, tantas y tantísimas que lo metieron preso por ellas.


Yo creo que ahora mi papá seguirá teniendo ideas, tremendas ideas, pero es casi seguro que no se las dice a nadie, porque si las dice, cuando salga de Libertad para vivir en libertad, lo pueden meter otra vez en Libertad.


¿Ven como es enorme?

AUTOR: Mario Benedetti, Primavera con una esquina rota
Publicado por Malena en El país de los bosques, para TMC.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Adaptación Teatral: Los pocillos ( Mario Benedetti )


Como os prometí, compañeros de TMC, os regalo este fragmento de Los pocillos, de Mario,


que interpreté con mis compañeros de la asociación cultural: Vive y deja Vivir.




TITULO: Los pocillos. Autor: Mario Benedetti




ACTORES: Malena Gómez (Mariana)


Carlos Solano (Alberto)


Fernando Sánchez (José Claudio)








José Claudio: "Ahora sí podés calentar el café".
(Mariana se inclina sobre la mesita ratona


para encender el mecherito)


(Por un momento se distrae contemplando los pocillos. Sólo ha traído tres, uno de cada color)


[Le gusta verlos así, formando un triángulo] (Después se echa hacia atrás en el sofá y su nuca


encuentra lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla)


[¡Qué delicia, Dios mío!] (La mano empieza a moverse suavemente y los dedos largos, afilados,


se introducen entre el pelo) [La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo,


Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa


contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba tranquila


y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina]


(Sentado frente a ellos, José Claudio respira normalmente, casi con beatitud) [Con el tiempo,


la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto]


(Como todas las tardes, la mano acaricia el pescuezo, roza apenas la oreja derecha, recorre lentamente


la mejilla y el mentón. Finalmente se detiene sobre los labios entreabiertos) (Entonces ella, como todas


las tardes, besa silenciosamente aquella palma y cierra por un instante los ojos) [Cuando los abre,el rostro de José Claudio es el mismo: ajeno, reservado, distante] [Para ella, sin embargo, ese momento incluye siempre un poco de temor, un temor que no tiene razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa]


José Claudio: "No lo dejes hervir"


(La mano de Alberto se retira y Mariana vuelve a inclinarse sobre la mesita. Retira el mechero, apaga la llamita con la tapa de vidrio, llena los pocillos directamente desde la cafetera)
[Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella]


(Toma el pocillo verde para alcanzárselo a su marido) [pero antes de dejarlo en sus manos, se encuentra con la extraña, apretada sonrisa]


[Se encuentra además, con unas palabras que suenan más o menos así:]
José Claudio: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."

Publicado por Malena en
el país de los bosques.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Contra los puentes levadizos.


Nos han contado a todos
cómo eran los crepúsculos
de hace noventa o novecientos años

cómo al primer disparo los arrepentimientos
echaban a volar como palomas
cómo hubo siempre trenzas que colgaban
un poco sucias pero siempre hermosas
cómo los odios eran antiguos y elegantes
y en su barbaridad venturosa latían
cómo nadie moría de cáncer o de asco
sino de tisis breves o de espinas de rosa

otro tiempo otra vida otra muerte otra tierra
donde los pobres héroes iban siempre a caballo
y no se apeaban ni en la estatua propia

otro ocaso otro nunca otro siempre otro modo
de quitarle a la hembra su alcachofa de ropas

otro fuego otro asombro otro esclavo otro dueño
que tenía el derecho y además del derecho
la propensión a usar sus látigos sagrados

abajo estaba el mundo
abajo los de abajo
los borrachos de hambre
los locos de miseria
los ciegos de rencores
los lisiados de espanto

comprenderán ustedes que en esas condiciones
eran imprescindibles los puentos movedizos.

2

No sé si es el momento
de decirlo
en este punto muerto
en este año desgracia

por ejemplo
decírselo a esos mansos
que no pueden
resignarse a la muerte
y se inscriben a ciegas
caracoles de miedo
en la resurrección
qué garantía

por ejemplo
a esos ásperos
no exactamente ebrios
que alguna vez gritaron
y ahora no aceptan
la otra
la imprevista
reconvención del eco

o a los espectadores
casi profesionales
esos viciosos
de la lucidez
esos inconmovibles
que se instalan
en la primera fila
así no pierden
ni un solo efecto
ni el menor indicio
ni un solo espasmo
ni el menor cadáver

o a los sonrientes lúgubres
los exiliados de lo real
los duros
metidos para siempre en su campana
de pura sílice
egoísmo insecto
ésos los sin hermanos
sin latido
los con mirada acero de desprecio
los con fulgor y labios de cuchillo

en este punto muerto
en este año desgracia
no sé si es el momento
de decirlo
con los puentes a medio descender
o a medio levantar
que no es lo mismo.

3

Puedo permanecer en mi baluarte
en ésta o en aquella soledad sin derecho
disfrutando mis últimos
racimos de silencio
puedo asomarme al tiempo
a las nubes al río
perderme en el follaje que está lejos

pero me consta y sé
nunca lo olvido
que mi destino fértil voluntario
es convertirme en ojos boca manos
para otras manos bocas y miradas

que baje el puente y que se quede bajo

que entren amor y odio y voz y gritos
que venga la tristeza con sus brazos abiertos
y la ilusión con sus zapatos nuevos
que venga el frío germinal y honesto
y el verano de angustias calcinadas
que vengan los rencores con su niebla
y los adioses con su pan de lágrimas
que venga el muerto y sobre todo el vivo
y el viejo olor de la melancolía

que baje el puente y que se quede bajo

que entren la rabia y su ademán oscuro
que entren el mal y el bien
y lo que media
entre uno y otro
o sea
la verdad ese péndulo
que entre el incendio con o sin la lluvia
y las mujeres con o sin historia
que entre el trabajo y sobre todo el ocio
ese derecho al sueño
ese arco iris

que baje el puente y que se quede bajo

que entren los perros
los hijos de perra
las comadronas los sepultureros
los ángeles si hubiera
y si no hay
que entre la luna con su niño frío

que baje el puente y que se quede bajo

que entre el que sabe lo que no sabemos
y amasa pan
o hace revoluciones
y el que no puede hacerlas
y el que cierra los ojos

en fin
para que nadie se llame a confusiones
que entre mi prójimo ese insoportable
tan fuerte y frágil
ese necesario
ése con dudas sombra rostro sangre
y vida a término
ese bienvenido

que sólo quede afuera
el encargado
de levantar el puente

a esta altura
no ha de ser un secreto
para nadie

yo estoy contra los puentes levadizos.
Mario Benedetti

martes, 3 de noviembre de 2009

http://kamariaaamori.blogspot.com/2009/11/hoy-y-siempre-mi-admiracion-eterna.html

166
en foto sepia
estabas vos y el tiempo
se fue contigo

Mario Benedetti
Rincón de Haikús
1999

"Hace tiempo que soy lector de haikus, pero confieso que el primero que me sedujo como forma poética se lo debo a Julio Cortázar, cuyo título postumo, Salvo el crepúsculo, fue tomado de un notable haiku de Matsuo Bashoo (1644-1694): "Este camino / ya nadie lo recorre / salvo el crepúsculo". Años después me enteré de que la traducción pertenecía a Octavio Paz (en colaboración con Eikichi Hayashiya)"

lunes, 2 de noviembre de 2009

La Sirena Viuda

Hablando de amor...

LA SIRENA VIUDA.

A partir de 1980, yo había estado varias veces en Copenhague y siempre había cumplido con el rito de rendir homenaje a la legendaria sirenita de Eriksen. Debo reconocer, sin embargo, que sólo en esta última ocasión me pareció advertir en su rostro, y hasta en su postura, una casi imperceptible expresión de viudez.
Cierta noche, estimulado tal vez por varias jarras de Carlsberg, me atreví a mencionar el tema ante varios amigos latinoamericanos, verdaderamente expertos en exilios daneses. Por las dudas, y a fin de que no me creyeran más borracho de lo que estaba, traté de darle al comentario un ligero tono de autoburla, pero, para mi sorpresa, todos se pusieron serios y uno de ellos, un santafesino llamado Alfredo, dijo lentamente, como si estuviera midiendo las sílabas: "No se trata de que sólo tenga expresión de viuda; en realidad, es viuda".
Ahí nomás se me pasó la borrachera, y entonces fue Julio, exiliado chileno, quien tomó la palabra: "El protagonista de esta historia es compatriota mío. Aunque te parezca mentira, fue Pinochet quien lo empujó hacia la sirenita. Después de soportar castigos y humillaciones en cárceles chilenas, Rodrigo, natural de Concepción, recaló en Copenhague. No habían transcurrido veinticuatro horas desde su llegada (antes aún de cumplir el primero de los trámites complementarios para confirmar su estatuto de exiliado), cuando ya estaba perdidamente enamorado de la sirenita. Fue un amor a primera vista, aunque, eso sí, rodeado de imposibles, como ocurre, después de todo, siempre que alguien se enamora de un personaje inalcanzable y célebre. Digamos, de Catherine Deneuve, Ana Belén, Sonia Braga. O también de la sirenita de Copenhague. Es claro que Rodrigo tenía sus rarezas, pero tú, que hasta no hace mucho también fuiste exiliado, bien sabes que en el exilio lo raro es apenas un matiz de lo normal. Por otra parte, Rodrigo hablaba pocas veces de su pasión recién estrenada.
"Simplemente, reservaba alguna hora de su jornada para contemplar a la sirenita, como una forma de comprobar que en sí mismo iba creciendo un amor, tan desacostumbrado como indestructible. Además, cuando se enteró de que la sirenita, en lejanos y cercanos pretéritos, había sufrido escarnios, castigos y hasta mutilaciones, halló en ese pasado una nueva zona de afinidad con su propia y escarmentada historia. Así hasta que un día resolvió transformar lo imposible en verosímil. Estábamos en pleno invierno (aquí es una estación realmente inhóspita) pero a él no le pareció justo postergar su proyecto hasta la primavera. Por razones obvias, eligió las horas de la madrugada: no quería arriesgarse a que se formara un corrillo de curiosos (incluido algún indiscreto policía) y que decenas o centenares de ojos mancillaran su más gloriosa intimidad. Eran las tres y cuarto de un domingo de enero cuando Rodrigo llegó hasta el objeto de su amor. Ella estaba como siempre, inocentemente desnuda, y Rodrigo pensó que no era lícito que él permaneciera miserablemente vestido. De manera que, a pesar de los 12 grados bajo cero, se fue despojando, una por una, de todas sus prendas, que quedaron dobladas y en orden junto a sus pies descalzos y ateridos. Ahora sí estaban en igualdad de condiciones su amada y él. Castigados, desnudos, estremecidos. A esa altura, Rodrigo debe haber apretado sus dientes para que no castañetearan y por fin debe haber abrazado tiernamente a su sirena, en el tramo más feliz de su nueva existencia. Que fue breve, claro, porque allí lo hallaron, horas después, dulcemente yerto, sin nueva vida y también sin vida vieja. Y es por eso entiendes? que la pobre sirenita tiene esa cara de viuda que le has visto. Más aún, te diré que desde entonces ha pasado a ser una de los nuestros. Una exiliada más, inmóvil junto al mar, que sueña con la vuelta".

Mario Benedetti.

viernes, 30 de octubre de 2009

Su amor no era sencillo

http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras?portal=92&Ref=2816&audio=0

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.
M. Benedetti

lunes, 26 de octubre de 2009

MUCHO GUSTO

Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalemente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
- No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también a momentos de profundo desamparo en lo que se llaga a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mi es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar y me lo juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
- Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chavez, viajante de comercio y le tendío la mano.
- Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka para servirle.

Mario Benedetti

domingo, 25 de octubre de 2009

jueves, 22 de octubre de 2009

SI DIOS FUERA UNA MUJER


¿Y si Dios fuera mujer?

pregunta Juan sin inmutarse,

vaya, vaya si Dios fuera mujer

es posible que agnósticos y ateos

no dijéramos no con la cabeza

y dijéramos sí con las entrañas.

Tal vez nos acercáramos a su divina desnudez

para besar sus pies no de bronce,

su pubis no de piedra,

sus pechos no de mármol,

sus labios no de yeso.

Si Dios fuera mujer la abrazaríamos

para arrancarla de su lontananza

y no habría que jurar

hasta que la muerte nos separe

ya que sería inmortal por antonomasia

y en vez de transmitirnos SIDA o pánico

nos contagiaría su inmortalidad.

Si Dios fuera mujer no se instalaría

lejana en el reino de los cielos,

sino que nos aguardaría en el zaguán del infierno,

con sus brazos no cerrados,

su rosa no de plástico

y su amor no de ángeles.

Ay Dios mío, Dios mío

si hasta siempre y desde siempre

fueras una mujer

qué lindo escándalo sería,

qué venturosa, espléndida, imposible,
prodigiosa blasfemia.
MARIO BENEDETTI

martes, 20 de octubre de 2009

Mengana si te vas...

Mengana si te vas con el zutano
yo/tu fulano/ no me mataré
simplemente los seguiré en la noche
por todos los senderos y las dunas
vos gozando tal vez y yo doliéndome
hasta que vos te duelas y yo goce
cuando las huellas a seguir no sean
dos tamañas pisadas y dos breves
sino apenas las de tus pies dulcísimos
y entonces yo aparezca a tu costado
y vos/con esa culpa que te hace
más linda todavía/ te perdones
para llorar como antes en mi hombro.

Mario Benedetti

sábado, 17 de octubre de 2009

lunes, 12 de octubre de 2009

El sexo de los ángeles.

PARA EL GRUPO TMC MARIO BENEDETTI
HE HALLADO ESTO EN UNA BIBLIOTECA DE CUENTOS QUE ME LLEGÓ POR CORREO...

http://www.rincondelpoeta.com.ar/cuento_sexoangeles.htm



DESEO LES AGRADE Y LO AGREGEN A VUESTRO BLOG.

SALUDOS



Antonio,
en http://tardesdemateycuentos.blogspot.com/
nos hace este obsequio.






El sexo de los ángeles
Mario Benedetti

Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor, quizá signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales.
Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.
Así, cada vez que Angel y Angela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son angelicales.
Y si Angel, para abrir el fuego, dice: "Semilla", Angela, para atizarlo, responde: "Surco". El dice: "Alud" y ella, tiernamente: "Abismo".
Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.
Angel dice: "Madero". Y Angela: "Caverna".
Aletean por ahí un Angel de la Guarda, misógino y silente, y un Angel de la Muerte, viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.
El dice: "Manantial". Y ella: "Cuenca".
Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su expectativa.
Angel dice: "Estoque", y Angela, radiante: "Herida". El dice: "Tañido", y ella: "Rebato".
Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.

sábado, 10 de octubre de 2009

UN PADRE NUESTRO LATINOAMERICANO

Padre nuestro que estás en los cielos
con las golondrinas y los misiles
quiero que vuelvas antes de que olvides
cómo se llega al sur de Río Grande
Padre nuestro que estás en el exilio
casi nunca te acuerdas de los míos
de todos modos dondequiera que estés
santificado sea tu nombre
no quienes santifican en tu nombre
cerrando un ojo para no ver las uñas
sucias de la miseria
en agosto de mil novecientos sesenta
ya no sirve pedirte
venga a nos el tu reino
porque tu reino también está aquí abajo
metido en los rencores y en el miedo
en las vacilaciones y en la mugre
en la desilusión y en la modorra
en esta ansia de verte pese a todo
cuando hablaste del rico
la aguja y el camello
y te votamos todos
por unanimidad para la Gloria
también alzó su mano el indio silencioso
que te respetaba pero se resistía
a pensar hágase tu voluntad
sin embargo una vez cada tanto
tu voluntad se mezcla con la mía
la domina
la enciende
la duplica
más arduo es conocer cuál es mi voluntad
cuándo creo de veras lo que digo creera
sí en tu omniprescencia como en mi soledad
así en la tierra como en el cielo
siempre
estaré más seguro de la tierra que piso
que del cielo intratable que me ignora
pero quién sabe
no voy a decidir
que tu poder se haga o se deshaga
tu voluntad igual se está haciendo en el viento
en el Ande de nieve
en el pájaro que fecunda a la pájara
en los cancilleres que murmullan yes sir
en cada mano que se convierte en puño
claro no estoy seguro si me gusta el estilo
que tu voluntad elige para hacerse
lo digo con irreverencia y gratitud
dos emblemas que pronto serán la misma cosa
lo digo sobre todo pensando en el pan nuestro
de cada día y de cada pedacito de día
ayer nos lo quitaste
dánosle hoy
o al menos el derecho de darnos nuestro pan
no sólo el que era símbolo de Algo
sino el de miga y cáscara
el pan nuestro
ya que nos queda pocas esperanzas y deudas
perdónanos si puedes nuestras deudas
pero no nos perdones la esperanza
no nos perdones nunca nuestros créditos
a más tardar mañana
saldremos a cobrar a los fallutos
tangibles y sonrientes forajidos
a los que tienen garras para el arpa
y un panamericano temblor con que se enjugan
la última escupida que cuelga de su rostro
poco importa que nuestros acreedores perdonen
así como nosotros
una vez
por error
perdonamos a nuestros deudores
todavía
nos deben como un siglo
de insomnios y garrote
como tres mil kilómetros de injurias
como veinte medallas a Somoza
como una sola Guatemala muerta
no nos dejes caer en la tentación
de olvidar o vender este pasado
o arrendar una sola hectárea de su olvido
ahora que es la hora de saber quiénes somos
y han de cruzar el río
el dólar y su amor contrarrembolso
arráncanos del alma el último mendigo
y líbranos de todo mal de conciencia
amén.
MARIO BENEDETTI
Al parecer el autor no estaba muy de acuerdo con la política que los cielos ejercían sobre la faz latioamericana en aquellos años, y así fue, que con sumo enfado reivindicativo, nació este
Padrenuestro Latinoamericano.

domingo, 4 de octubre de 2009

Mercedes Sosa



Mercedes Sosa
San Miguel del Tucumán, 9 de julio 1935
Buenos Aires,4 de octubre 2009

viernes, 25 de septiembre de 2009

Maternidad


Mujer, en un silencio
que me sabrá a ternura,
durante nueve lunas
crecerá tu cintura.
Y en el mes de la siega
tendrás color de espiga,
vestirás simplemente,
y andarás con fatiga.
El hueco de tu almohada,
tendrá un olor a nido,
y a vino derramado,
nuestro mantel tendido.
Si mi mano te toca,
tu voz, con la vergüenza,
se romperá en tu boca
lo mismo que una copa.
[El cielo de tus ojos
será un día nublado]. (*)
Tu cuerpo todo entero,
como un vaso rajado
que pierde un agua limpia.
Tu mirada, un rocío,
tu sonrisa, la sombra
de un pájaro en el río.
Y un día, un dulce día,
quizás un día de fiesta
para el hombre de pala,
y la mujer de cesta.
El día en que las madres
y las recién casadas
vienen por los caminos
a las misas cantadas.
El día que la moza
luce su cara fresca,
y el cargador no carga,
y el pescador no pesca.
[Tal vez el sol deslumbre.
Quizás la luna grata,
tenga catorce noches,
y espolvoree plata
sobre la paz del monte.
Tal vez en el villaje,
llueva calladamente]. (*)
Quizás yo esté de viaje.
Un día, un dulce día,
con manso sufrimiento,
te romperás cargada
como una rama al viento.
Y será el regocijo
de besarte las manos,
y de hallar en el hijo
tu misma frente simple,
tu boca, tu mirada,
y un poco de mis ojos,
un poco, casi nada.




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Este poema pertenece al libro "Gracia plena", de D. José Pedroni.
La versión recogida en este Blog de Lectura apareció en el disco de Jorge Cafrune titulado "Jorge Cafrune interpreta a José Pedroni".
Los (*) pertenecen a dicha versión.


Links:
http://tardesdemateycuentos.blogspot.com/2009/09/jose-pedroni.html


http://arboldedianaenelespejo.blogspot.com/2009/09/trilladora-poema-de-jose-pedroni.html

miércoles, 23 de septiembre de 2009

LO DEMAS ES SELVA

Cuento

Mario Benedetti
Una aguda mirada de Benedetti a la vida norteamericana - the American way of life -
en el cogollo mismo de la beat generation

1.



De un piso alto cayó algo sobre su cabeza, algo que quizá fueran brasas o excremento. No quiso averiguarlo. Se limpió como pudo con una hoja del Herald Tribune y en ese momento decidió dejar para más tarde su encuentro bautismal con la noche blanca de Times Square. Era imprescindible que regresara al hotel para darse la tercera ducha de la jornada.
Al día siguiente de haber llegado a Nueva York, un calor húmedo y ollinoso había envuelto a Orlando Farías. La camisa de nailon se había convertido en un cilindro de goma, permanentemente empapado, que apenas si le dejaba respirar.
En la Quinta Avenida y la calle 34, la gente frenaba una carrera bastante loca, nada más que porque el semáforo se empecinaba en el rojo. El propio Farías sufrió el contagio y contuvo su montevideana tendencia a la contravención. Durante la espera, contabilizó una gota que formaba una resbaladiza tangente de sudor a partir de su tetilla izquierda. Puteó en alta voz y, a su lado, una señora pecosa, rubia, cargada de paquetes, le sonrió afablemente, como si él sólo hubiera hecho un comentario sobre el tiempo.
Ya estaba a punto de sentir vergüenza, cuando la muchedumbre arrancó, sobrepasándolo. El semáforo marcaba verde. Farías pensó que semejante impulso era anacrónico o, por lo menos, anaestacional. Un arranque así correspondía a una temperatura de quince grados bajo cero, y no a este horno. Caminó lentamente, más lentamente que en cualquier otra ciudad en el mundo, sólo por resentimiento. En dos oportunidades se detuvo frente a vidrieras que liquidaban diminutas radios a galena, con una actualizada forma de misiles. Era el primer rostro de la ciudad recién inaugurada.

En el hotel lo esperaba un mensaje. Lo había llamado Mr. Clayton, en realidad T.H. Clayton. Farías conocía a Clayton desde 1956. En ese año, el crítico norteamericano había pasado quince horas en Montevideo y dos días en Punta del Este, en un meritorio intento de informarse sobre literatura y folklore locales. Farías recordaba la obsesión con que Clayton se había interesado en el merengue (lo llamaba «miringo»). Alguien le había hecho creer que ése era el baile típico del Cono Sur. Después había puesto tres sillas en hilera y se había tirado sobre ellas, mirando al techo y haciendo preguntas sobre call girls.
Hasta ahora, Farías se las había arreglado bastante bien con su inglés de lector. A veces se daba cuenta de que hablaba en el estilo del New Yorker, pero igual lo entendían. Comunicarse por teléfono era otro cantar. Mr. T. H. Clayton habló con su voz apretada y monótona, y él pudo distinguir algunas palabras sueltas como American Council, very glad y dinner ¿Lo estaría invitando a comer? Por las dudas, dijo que encantado, y tomó nota, con aparatosa fluidez, de una dirección que ya conocía.
Tenía poco tiempo. Subió al 407 y durante cinco minutos disfrutó del aire acondicionado. Después encendió la televisión y empezó a desnudarse.
Algo marchaba mal en aquel aparato. Un señor de lentes, que hablaba con la boca casi cerrada, en un perfecto estilo comisural, empezó a descender vertical e incesantemente. No había botón capaz de sujetarlo. Ya en pleno goce de la ducha alcanzó a entender que aquel pobre señor en perpetuo descenso se aferraba a una especie de estribillo: «And this is our reality»

2.

«Llámeme Ted, por favor», dijo Mr. T. H. Clayton. El tono era realmente amable. El gesto, en cambio, tenía la monolítica seriedad de un hombre que se aburre, pero que está orgulloso de su aburrimiento. Comparándolo con sus recuerdos de años atrás, Farías lo encontraba menos delgado y más ostensiblemente miope.
«El gran problema es llamarlo a usted por su nombre.» Trató, por vigésima vez de decir «Orlando», pero sólo le salió una especie de bocinazo, gutural e incoloro. «Creo que va a ser mejor que lo llame Orlie.»
Estaban en un basement-room de Greenwich Village, rodeados de libros, discos y botellas. En la ventana desfilaban piernas: con pantalones, desnudas, con zoquetes. Farías dedicó una mirada a la biblioteca y encontró que los lomos de los libros eran de colores mucho más vivos y brillantes que los de un anaquel rioplatense.
"Hoy vienen varios de los escritores nuevos, por eso quise que usted los conociera: Bradley, Cook, Blumenthal, Alippi. No todos son exactamente beatniks... «¿Larry Alippi?», preguntó Farías, «¿el de San Francisco?»
«Ese. ¿Conoce algo suyo?»
«Hace un tiempo leí More or less.»
«¿Le gusta?»
«No.»
»Es curioso. A los latinos no les gusta la poesía de Larry. En cambio, creo que a los americanos nos agrada precisamente porque...»
«Norteamericanos, dirá.»
«Claro, claro. Creo que a los norteamericanos nos agrada porque nos parece latina.»
«¿O porque Alippi es un nombre latino»
«¿No sé. No estoy seguro.»
«De Cook no conozco nada.»
«Terriblemente influído por Mailer. ¿Compró Advertisement for myself?»
«Todavía no.»
«Cómprelo. Cook tiene, por supuesto, un lenguaje original.»
En la ventana se había estacionado un par de piernas femeninas y sucias. Un chorrete de mugre no demasiado reciente singularizaba en cierto modo un tobillo vulgar. Uno de los pies a veces se replegaba y pisaba al otro. Si uno se olvidaba de que se trataba de algo tan común, podía hasta convencerse transitoriamente de que eran dos tímidos monstruos, con vida y móviles propios.
«¿Vio esto? Clayton le alcanzó un ejemplar de The New York Times. Había sido doblado en una página interior; un óvalo rojo cercaba un párrafo de una nota breve. Farías leyó que en la nueva edición del American College Dictionary sería incluida una definición de la Beat Generation. Repitió en voz alta: «Beat Generation: miembros de la generación que alcanzó la mayoría después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea, se unió en el común propósito de aflojar las tensiones sociales y sexuales, y abogó por la antirregimentación, la desafiliación mística y los valores de simplicidad material, suponiéndose que todo ello fue un resultado de la desilusión que trajo consigo la guerra fría.»
El rostro de Clayton se conservó impasible. Al cabo de unos segundos, se permitió una sonrisa que tenía un poco de burla y otro poco de satisfacción.
«Esto es casi como ingresar a la Academía», dijo Farías, con un tono provisorio.
«¿Sabe qué quiere decir eso de desafiliación mística?», preguntó Clayton, desentendiéndose de toda probable ironía.
«No exactamente», dijo Farías, cuya ignorancia en el rubro era completa.
«Es una de las tantas formas de dialecto conceptual usado por los beatniks y que sólo es comprendido por quienes están en el secreto.»
«Ah.»
«Desafiliación es un término usado en varios artículos que Lawrence Lipton escribió en The nation acerca de esta actitud de los nuevos intelectuales. Lipton colocó un epígrafe de John L. Lewis, que sólo decía: Nosotros nos desafiliamos.»
«Y... ¿de qué se desafilian?», preguntó Farías, sintiéndose terriblemente provinciano.
Pero sonó el timbre y Clayton tuvo que ir hasta la puerta. Eran dos mujeres y tres hombres. Antes de las presentaciones, una de las mujeres se quitó los zapatos. Después de las presentaciones, la otra mujer (más formal) también se los quitó.
«Ann, Joe, Tom, Bradley, Mary, John Blumenthal», había enumerado Clayton. Farías observó que los notables eran presentados con apellido. Le gustó la cara de Blumenthal. Un tipo muy joven, no más de veinticinco años. Lentes y barba. Sin bigote. Tenía, además, unos ojos de rara vivacidad, de los que no era posible desprenderse así nomás. Difícil saber si se trataba de un ingenuo, o de alguien dispuesto a estrangular a un niño con una sonrisa de beatitud.
Los demás llegaron todos a la vez, exactamente a la hora programada. «asquerosamente puntuales», pensó Farías. Eddie, un negro alto y con un cordoncito de barba marcándole la mandíbula, miraba a los demás como a través de un vidrio esmerilado. Todos, menos el negro y una pareja que estaba en el rincón, junto al estante de los NO japoneses, se habían sacado los zapatos. Dentro de los suyos, Farías movió maquinalmente los dedos. Si le llegaban a pedir que se los quitara, simplemente diría que no. No sabía por qué, pero en ese momento sentía que quedarse en calcetines era más indecente que quedarse en calzoncillos o sin ellos. «Esta es la pornografía del olor», pensó y no pudo menos que sonreír, imaginando cómo le habrían festejado el diagnóstico en la rueda del Sportman.
De pronto vio una caja de cigarrillos frente a sus ojos, un Chesterfield más salido que los otros, invitante. «No, gracias, no fumo», dijo al salir de su distracción. Blumenthal, el ofertante, bajó la mano y sonrió, comprensivo. «Perdón», murmuró, «lamentablemente, hoy no tengo marihuana».
Farías no dijo nada. En realidad, ahora no sabía si se sentía provinciano o feliz. No podía desengañarlo, eso era todo. Igual que si a él, mañana o pasado, alguien lo convenciera de que los yanquis no mastican chicles.
Larry Alippi, el de San Francisco, había llegado solo. Cualquier cosa, menos italiano. ¿Sería un seudónimo? Las manos le temblaban un poquito. Este si tenía marihuana. Era tal la consigna de anticelebridad, que Farías lo reconoció por la afectada indiferencia de los otros, de esos otros que sin embargo eran sus admiradores.

Pusieron un viejo disco de Bessie Smith, casi inaudible. Sólo el rasguido de la púa se oía a la perfección. Tres parejas bailaban, de a ratos. Farías nunca había asistido a una diversión tan desolada. Hello, Jack. Hello Mary, Hello, Orlie. Farías se sintió ridículo con ese nombre de aeropuerto. Sin el tuteo, era imposible comunicarse a fondo.
«Attention, please», dijo alguien, desde un sillón profundo y negro. Era el llamado universal de los trasatlánticos. Pero aquí era sólo una voz delgada, un hilo de voz. El alguien era un muchachito deshuesado y descarnado, algo así como un croquis de persona, con unas orejas puntiagudas como alitas y unas manos danzantes.
«¿Quién ha sentido esta semana el éxtasis natural?», dijo una gorda descalza, mientras se frotaba lánguidamente el tobillo peludo y varicoso.
«¡Yo!», dijo el etéreo Alguien del sillón. Farías conjeturó que aquello debía ser un diálogo preparado, una especie de libreto para visitantes extranjeros. «Yo sentí el éxtasis natural», siguió diciendo el Croquis, «fue el miércoles pasado, durante quince minutos».
Ahora Farías pudo decidirse. No. No se sentía feliz. Sólo provinciano. Experimentó, sin poderlo evitar, la tibia vergüenza de no haber sentido nunca el éxtasis natural. Después de todo ¿Qué sería? ¿Un nuevo modelo de cosquilla, una tos, una alergia inédita? Pensó en alguna lejana borrachera de la Aguada, pero decidió rápidamente que eso no podía ser.
No podía ser. No podía ser que ese contacto húmedo que estaba sintiendo en la nuca fuese una lengua. Giró lentamente, no tanto para evitar el derrame del asqueroso bourbon que tenía en el vaso, como para irse acostumbrando a lo que iba a encontrar. Después de todo, era una lengua. Su propietaria: una mujer flaca, alta, con intermitentes huellas de viruela o algo semejante. Debía andar por el décimo bourbon y Farías no tuvo inconveniente en suministrarle el undécimo. Un ventiladorcito que ahora estaba detrás suyo, le hizo sentir un frío desagradable en la región de la nuca que había quedado húmeda de saliva.
«Orlie», dijo la flaca, «después de dag Hjalmar Agne Carl Hammarskjold, debe ser el nombre más hermoso que he escuchado jamás. ¿Puedo besarlo?»
Farías sonrió, mecánicamente, no supo bien por qué, pero no dijo nada.
«No, en la boca no. Eso es muy square. Detrás de la oreja. Así.»
Otra vez sintió aquella cosa húmeda, y otra vez el ventilador lo hizo estremecerse. La mujer se encogió como si quisiera guarecerse debajo de la oreja, y allí se quedó inmóvil. La mano que sostenía la copa se aflojó lentamente y se derramaron algunas gotas de bourbon sobre el cenicero egipcio. Clayton no se preocupaba más de él, pero enfrente, desde una silla Windsor, Larry Alippi sonreía con los ojos entornados. Farías se dio cuenta de que la mujer se había dormido. Tomó la copa, y la colocó junto al cenicero egipcio y se sintió obligado a cargar con la flaca. Le pasó una mano por debajo de los brazos, otra a la altura de los muslos, y la levantó en el mejor estilo de noche-de-bodas hollywoodense. Entonces se le ocurrió vengarse de la sonrisa de Alippi. Caminó hacia él y depositó la carga en sus rodillas. Tuvo la sensación de que se desafiliaba de aquella mujer. Pero Alippi siguió sonriendo, simplemente, por el costado del cigarrillo, empezó a cantar una ninnananna con la pronunciación de Anthony Franciosa.

Farías se alejó un poco, todo lo que era posible alejarse en aquel reducto, y se dejó caer en un sillón. Cerró los ojos. Sin abrirlos, extrajo el pañuelo y se limpió primero la nuca, después la oreja. Ahora que no veía, le llegaba una mezcla de voces, jazz, vasos rotos, ronquidos, y el tartajoso canto de Alippi. Durante diez o quince minutos tuvo la agradable sensación de que nadie lo miraba. Nadie, con una excepción. Sintió que la excepción estaba frente a él y abrió los ojos. Era Blumenthal.
«¿Está cansado?»
«Un poco. Debe ser el día en que he hablado y escuchado más inglés en toda mi vida. Si no se está acostumbrado, eso agota.»
«Sí», dijo Blumenthal y se quedó mirándolo. «Mientras usted estuvo semidormido, me dediqué a contemplar su bigote.»
«¿De veras?»
«¿Usted escribe solo cuentos? ¿O también escribe poemas?»
«¿Por qué?»
«Por nada.»
«No. Sólo escribo cuentos.»
«¡Qué lástima!<»
«¿Prefiere poemas?»
«Dije qué lástima, porque usted tendría que escribir un poema inspirado en su bigote.»
Farías se rió, pero no estaba seguro. Blumenthal se quedó serio.
«¿Me permite que le toque su bigote?, dijo, y ya alargaba índice y pulgar.
Farías le tomó con fuerza la muñeca. Entonces el otro hizo un gesto resignado, y bajó la mano.
Eran las dos y cuarto. Como inauguración, ya era suficiente. Vio que el tambaleante Clayton no estaba en condiciones de echarlo de menos. Se acercó a la puerta. Alippi se había dormido sobre su durmiente. Blumenthal, uno de los pocos que no estaban borrachos o dopados, le hizo un gesto con la mano, totalmente desprovisto de rencor. Salió al aire libre. Respiró, más aún, disfrutó respirando.
Empezó a caminar hacia la Avenida de las Américas y de pronto vio que alguien venía con él. Era Eddie, el negro grandote, uno de los tres que no se habían quitado los zapatos, el único quizás que le había dicho una cosa inteligente: «Ustedes los latinoamericanos siempre se interesan por el problema negro en los Estados Unidos y además simpatizan con nosotros. Yo me he preguntado por qué será. Y he llegado a la conclusión de que debe ser porque el Departamento de Estado a ustedes los trata como a negros.»
«¿Qué le parece todo esto?», preguntó ahora Eddie.
El negro tenía la expresión tranquila de alguien que ya está de vuelta del asombro. Caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada.
«¿Por qué lo hacen?», preguntó a su vez Farías.
«Oh, es difícil de explicar.»
«¿De veras es tan difícil?»
«Se niegan a mirar. Eso es todo. Huyen.»
«Pero... ¿De qué?»
Habían llegado a la Sexta Avenida. Eddie le hizo señas de que venía el omnibus. Farías le estrechó la mano. Después subió de un salto.
Desde la vereda llegó la voz del negro, más grave que de costumbre: «Llámele realidad, si quiere...»

3.

Desde Phoenix hasta Albuquerque hay una hora y media de vuelo. Los primeros treinta minutos los pasó hablando en inglés con su vecino de asiento. Era un gordito achatado, semicalvo, que sudaba copiosamente en cada pozo de aire. A Farías le llamó la atención lo bien que se entendía con él. Por fin un tipo que usaba un inglés sin giros inéditos, sin novedades idiomáticas. De pronto entró a sospechar. Contó las veces que el gordo usaba el verbo to get. Sólo una vez en tres minutos. Ese no era norteamericano. "¿Where are you from?», preguntó, receloso. «Ar-yen-ti-na», silabeó el gordito. «¿Desde cuándo Aryentina?», Protestó Farías, en estallante español, «¡y hace media hora que nos estamos jodiendo con este inglés de biógrafo!». El otro rió y le tendió la mano: «¿Montevideo?», «Montevideo», confirmó Farías. «Lo conocí por jodiendo. Ustedes lo emplean bastante más que nosotros.»

De allí en adelante el gordo se volvió imparable. Le contó su vida, le contó su beca, le contó su ruta. No. No se quedaba en Albuquerque (Farías respiró). Sólo media hora de espera para tomar otro avión hasta Dallas. Sus frases empezaban siempre a lo porteño: «Ustedes tienen la suerte de ser un país chico, casi insignificante, pero nosotros que, etc.», o también: «Felices de ustedes que tienen la lana, y pare de contar, en cambio, nosotros que tenemos la desgracia de ser uno de los países más ricos del mundo, etc.», o por último: «Y bueno, fiftyfifty, como dicen aquí, nosotros jugamos el mejor fútbol del mundo y ustedes ganan los campeonatos.» «Ganábamos», murmuró Farías con la cabeza vuelta al pasillo.

Para el gordo, Estados Unidos era un bluff. Con excepción de los puentes («y eso mismo, ¿qué importancia tiene?») todo en la Argentina era mejor. «No me hable de la comida, no me hable. El postre que usted come en Wyoming tiene el mismo gusto a material plástico que el que come en Washington, D.C.» Se veía a las claras que hacía muy poco se había enterado de que existía otro Washington, el «Evergreen State». «No me hable del baseball, no me hable. ¿Usted entiende esa porquería? Con decirle que prefiero el golf... ¡Cómo va a comparar eso con el fútbol rioplatense!» Farías entendió perfectamente que el término rioplatense era una concesión, una especie de deferencia de la Casa Central hacia la mejor atendida de sus sucursales.

Sobrevino otro pozo de aire. El argentino balbuceó: «Con-su-permi-so» y se inclinó violentamente sobre la bolsita de la TWA. Después se calló y cerró los ojos. Sólo durante quince minutos, porque las ruedas del DC-8 no tardaron en tocar la pista en Albuquerque.

«Mr. Olendou Feriess. Mr. Olendou Feriess. Required at the TWA counter.» A Farías siempre le costaba entender la voz de los parlantes, inclusive cuando éstos vociferaban en español. De modo que tuvieron que llamarlo cuatro o cinco veces. «Es a usted», dijo el argentino, que también había bajado para esperar su conexión.
Junto al mostrador de TWA había una mujer flaca, más aún, flaquísima, de unos sesenta o sesenta y cinco años, lentes con aro metálico y un sombrero horroroso, lleno de pinchos que salían hacia todos los puntos cardinales. «¿Mr. Farías?», preguntó. «Yo soy Miss Agnes Paine. Vengo a recibirlo a nombre de de las poetisas de Albuquerque.» Farías estrechó los huesos de aquella mano y tuvo la impresión de que podían quebrarse en el apretón. «Esperaremos un momento más», agregó Miss Paine, «va a venir también Miss Rose Folwell.» Farías averiguó si ella, Miss Paine, escribía poemas. «Sí, claro», dijo ella, y extrajo del bolso negro un volumen delgado, de tapas duras. «Es mi último libro—tengo tres—, son treinta y nueve poemas.» Farías leyó de una ojeada el sorprendente título: «Annihilation of Moon and carnival». «Gracias», dijo, «muchas gracias». Pero Miss paine ya agregaba: «En realidad, quien es verdaderamente importante es Miss Folwell.» «Ah...» «Sí, ella ha colaborado nada menos que en el Saturday Evening Post.» Farías pensó que todo era relativo; tirajes y primores tipográficos aparte, allí eso debería ser algo parecido a colaborar en Mundo Uruguayo.
«Allá viene», exclamó Miss Paine, súbitamente iluminada. En la escalera que comunicaba con el lobby, Farías pudo distinguir la figura de una viejecita increíblemente viejita (podía tener ochenta años, o ciento quince, daba lo mismo), lentamente temblorosa pero nada encorvada. Miss Paine y Farías se acercaron a ella. «Mr. Farías», presentó Miss Paine, «Miss Rose Folwell, destacada poetisa de Albuquerque, colaboradora del Saturday Evening Post.» Miss Folwell detuvo un momento su temblor y le dedicó su mejor sonrisa del siglo XIX. «Hagámosle probar comida mexicana», dijo Miss Folwell, dirigiéndose a Miss Paine, «Sí, claro» dijo la aquiescente colega.

Farías se encaminó lentamente hacia la salida, con sus dos valijas y sus dos viejitas. Desde el lobby, el argentino lo saludó con grandes ademanes y guiños descomunales. Farías supo desde ya cuál iba a ser la versión del gordo, al final de la beca: »Estos uruguayos son un caso. Allá en Estados Unidos conocí a uno que tenía el berretín de irse de farra con unas calandracas impresionantes.»

Dejaron las valijas en el hotel, le concedieron cinco minutos para que se lavara las manos y se peinara, y arrancaron nuevamente en el auto de Miss Paine hacia el restaurante mexicano. Fueron ellas (en realidad, Miss Folwell) quienes ordenaron la comida. Las mesas eran atendidas por unas indiecitas que hablaban español con acento inglés, e inglés con acento español.
Entonces dijo Miss Paine: »Rose, ¿por qué no le recita a Mr. Farías alguno de sus poemas?» «Oh, tal vez no sea el momento», dijo Miss Folwell. »Pero sí, cómo no», se sintió obligado a agregar Farías, »¿Cuál le parece más adecuado, Agnes?», preguntó Miss Folwell. «Todos son hermosos», y agregó dirigiéndose a Farías, con el tono de quien lo dice por primera vez: «Miss Folwell es colaboradora del Saturday Evening Post.» «Qué le parece Divine Serenade of the Navajo?» «Magnífico», aprobó Miss Paine, de modo que, antes de que llegara el primer plato, Miss Folwell recitó con su tono vacilante pero implacable las veinticinco estrofas de la divina serenata. Farías dijo que el poema le parecía interesante. El rostro arrugado de Miss Folwell conservó la impasibilidad con que había acompañado la última estrofa. Farías se sintió impulsado a agregar: «Muy interesante. Realmente interesante.»
Era evidente que Miss Folwell estaba más allá del Bien y del Mal. Farías se dio cuenta de que sus frases no eran demasiado originales, pero se sintió reconfortado al ver que Miss Folwell condescendía a sonreír.

«Hagámosle probar tequila a Mr Farías», dijo la colaboradora del Saturday Evening Post. Miss Paine llamó al la indiecita y ordenó tequila. Entonces Miss Folwell le dijo a Miss Paine: «Agnes, también usted tiene poemas hermosos. Dígale, por favor a Mr Farías, aquel que le publicaron en The Albuquerque Chronicle.» Farías comprendió que esta última referencia estaba destinada a él, a fin de que apreciara la enorme distancia que mediaba entre una poetisa que colaboraba en el Saturday Evening Post y otra que colaboraba en The Albuquerque Chronicle «¿Usted se refiere a Waiting for the Best pest?», preguntó inocentemente Miss paine. «Claro,a ese me refiero.», «Tal vez no sea el momento», dijo sonrojándose, la viejita más joven. « Pero sí, cómo no», intervino Farías, tomando conciencia de que su frase formaba parte de un diálogo cíclico.
Miss Paine comenzó el recitado en el preciso instante en que Farías se llevaba a la boca una especie de empanada mexicana y sentía que el picante le invadía la garganta, el esófago, el cerebro, la naríz, el corazón, su ser entero. «Tome un trago de tequila», bisbiseó comprensiva Miss Folwell, en tanto que Miss Paine rimaba muzzle con puzzle y troubles con bubbles. Luego, con gestos sumamente expresivos, Miss Folwell enseñó, sin pronunciar palabra, que el tequila se acompañaba con sal, poniendo unos granos en el dorso de la mano izquierda, entre el nacimiento del dedo índice y el pulgar, y recogiendo la sal con la punta de la lengua. «Me lo enseñaron en Oaxaca», volvió a murmurar Miss Folwell, mientras Miss paine terminaba por cuarta vez una estrofa con el estribillo: «Bits of pseudo here and there. A Farías le pareció que el tequila, sobre el picante, era fuego puro. Miss Paine dijo el estribillo por sétima y última vez. Farías quiso decir: «interesante», pero sólo pudo emitir una especie de gemido entrecortado. Tres cuartos de hora más tarde, tuvo conciencia de que las dos poetisas de Albuquerque le estaban recitando sus obras completas.
Sólo entonces pudo empezar a disfrutar del episodio. Entre el picante y el alcohol, cabeza y corazón se le habían convertido en sustancias maleables, indefinidas, dispuestas a todo. Sentía que lo iba invadiendo una incontenible ola de simpatía hacia las dos viejitas que, entre tequila y tequila, entre guindilla y guindilla, le iban propinando sus odas y serenatas, sus responsos y melancolías. Estaba viviendo un cuento, un cuento que no era necesario reelaborar, porque las viejitas se lo estaban dando hecho, pulido, acabado. Se sintió invadido por una especie de amor, generoso y espléndido, frente a aquellas dos muestras de lúcida sensibilidad, que habían sobrevivido inconmovibles a la extensa sucesión de tequilas. El, en cambio, estaba bastante conmovido, y, como siempre que el alcohol lo encendía, tuvo conciencia de que iba a tartamudear.
»¿Y cu-cuál de esos po-poemas fue pu-publicado por el Saturday?», preguntó en medio de su propia niebla, sin fuerzas para agregar Evening Post.
«Oh, ninguno de estos», respondió Miss Folwell desde su admirable serenidad y sin asomo de tartamudeo. «Qui-quiero que me di-ga los que le publicó el Satur...» Por primera vez Miss Folwell se sonrojó levemente. «Fue uno solo», dijo con imprevista humildad. «Dígaselo, Rose», insistió Miss Paine. «Tal vez no sea el momento», dijo Miss Folwell.
«Pe-pero síííí...», balbuceó Farías automáticamente, y agregó con un énfasis sincero: «¡Adelante Rose!»
Miss Folwell mojó sus labios con su último tequila, carraspeó, sonrió, parpadeó. Luego dijo: «Now clever, or never.» Nada más. Farías dio cauce a su estupefacción con un soplido levemente irrespetuoso que expelió entre los labios apretados. Pero Miss Folwell agregó: «Eso es todo.» Otro soplido. Entonces Miss Paine, discreta y servicial complementó: «Una verdadera proeza, Mr. Farías. Fíjese que tremendo sentido en sólo cuatro palabras: Now clever, or never. Lo publicó el Saturday Evening Post, el 15 de agosto de 1949». «Tre-tremendo», asintió Farías, en tanto que Miss Folwell se levantaba en tres etapas y se dirigía a LADIES.

Di-dígame Agnes«, empezó Farías lo que creyó iba a ser una frase más larga, «¿po-por qué les gusta tanto el pi-cante y la po-poesía?» «Qué curioso que usted junte las dos cosas en una sola pregunta, Orlando», dijo Miss Paine correspondiendo al nuevo tratamiento y a la nueva confianza, «pero tal vez tenga razón. ¿Cree usted que sean dos formas de evasión?» «Po-por qué no?», dijo Farías, «¿Pero eva-vadirse de qué?» «De la sordidez. De la responsabilidad.» A Farías le pareció que Miss Paine elegía las palabras al azar, como quien escoge naipes de un mazo. Ella emitió un suspiro antes de agregar: «De la realidad, en fin.»

4.

«Tenemos que recoger a Nereida Pintos en Georgetown», dijo el guatemalteco, «y después seguimos hasta casa de Harry. Van a ver que gringo más divertido.» «¿Quién es la nereida?», preguntó el chileno. «Mira, nació en Tegucigalpa, pero hace como mil años que está aquí en Washington. Dicen que cocina unos poemas muy pastoriles y unas albóndigas estupendas. Además es lesbiana, pobre...»
Desde el asiento trasero del Volkswagen, Farías los escuchaba y se dejaba llevar. Había conocido a Montes, el chileno, y a Ortega, el guatemalteco, en una fiesta del Pen Club, en Nueva York. Montes enseñaba literatura hispanoamericana en la Universidad de Notre Dame (Notredéim, pronunciaban los yanquis) y ahora estaba en Washington para alguna investigación en la Biblioteca del Congreso. Ortega no era profesor, ni poeta, ni siquiera periodista; sólo un arevalista repugnado del castillo-armismo y su colofón llamado Ydígoras. Desde hacía dos años, se las rebuscaba como podía en los Estados Unidos, particularmente en Washington, donde tenía un apartamentito y conseguía todo tipo de descuentos y oprtunidades a los miembros de la colonia latinoamericana. Al apartamento concurrían con frecuencia norteamericanas jóvenes, desatendidas por sus maridos. Ortega tenía una explicación para esa infelicidad sexual: «Saben, chicos, estos gringos necesitan muchos martinis para tomar coraje, pero siempre les viene el sueño antes que el coraje.»
Farías los oía hablar y reírse y blasfemar, y le parecía que esos dos, nacidos a tantos miles de kilómetros uno de otro, eran ciertamente más semejantes entre sí que cualquiera de ellos con respecto a él mismo. Uno venía de Cuajiniquilapa y otro de Valdivia, pero algo tenían en común: la fruta guatemalteca y el cobre chileno que les explotaba el gringo. Ese era el idioma único, latinoamericano, en que se entendían. En Nueva York le había dicho el chileno: «Ustedes los uruguayos tienen la suerte y la desgracia de que Estados Unidos no precise la lana. No les compra. No los explota. No los indigna.»
«Y ya sabes, Farías», estaba recomendando Ortega, «si precisas radios o transistores, grabadoras, planchas, banlones, bolígrafos o cámaras, no vayas a caer en esos Dicount que son unos gángsters. Me dices a mí y te consigo lo mejor, más todavía, te cedo la mitad de mi comisión. No te digo que te lleves una refrigeradora, porque a lo mejor te encuentras un guardia incomprensivo y te la sacan en tu aduana. Ustedes en el Sur tienen tanto melindre...»
Nereida salió de su casa no bien tocaron el timbre. A la vista de sus ojeras (anchas, profundas moradas) Farías sintió una especie de choque que no era vértigo ni repugnancia, pero que participaba de ambas sensaciones. Tendría unos cincuenta años y unos noventa kilos, aunque estoicamente embretados en quién sabe cuántas fajas o sucedáneos. Se sentó atrás con farías. Este, por decir algo, elogió a Georgetown. «Ah, me encanta Georgetown», dijo ella, «Me encanta Washington, me encanta Estados Unidos. Creo que jamás podría volver a centroamérica.» «¿Por qué, Nereida?», preguntó Ortega desde el frente, «¿Somos salvajes?» «Son una sociedad feudal, eso es lo que son, con esos maridos que se creen Júpiteres Tonantes y esas mujeres que se creen felpudos de Júpiter. Aquí es un matriarcado, qué hermosura. Seguro que usted, Orlando, habrá sido invitado a cenar en un typical American Home. ¿No le parece un encanto esos americanitos rozagantes y con delantal, vigilando el pastel que pusieron en el horno? ¿Se fijó que aquí son las mujeres las que descorchan las botellas?» Se rió tan fuerte que Ortega la hizo callar. «Son estupendos», siguió Nereida, «yo estoy por el matriarcado. Por eso este país llegó a donde llegó«. «¿A dónde llegó?», preguntó Montes. Nereida no dijo nada. En rigor, nadie se molestó en responder.

En Riverdale los esperaban Harry y su mujer. Farías pasó al auto del matrimonio. Era un privilegio al que le hacía merecedor su inglés deshilachado. Harry hablaba algo de español, pero Flora sólo sabía decir: «Hasssta la visssta.» Lo miraba a Farías, le hacía adiós con la mano, decía: «Hasssta la visssta», y soltaba una carcajada. Farías la acompañó sin mayor convicción en varios de esos estallidos, pero a los quince minutos empezó a sentir un poco doloridas sus mandíbulas, y desde ese momento se limitó a sonreír con elaborada solidaridad.
«Los voy a llevar a un sitio maravilloso», dijo Harry, feliz de poder gastar su vocación de líder, y agregó enseguida: «¿Qué les pareció Nueva York?» «Fascinante por muchas razones», contestó Farías. «¿Cuántas de esas razones usaban faldas?», inquirió Flora. Farías volvió a sonreír y sacudió la cabeza: «Ya sé, ya sé», dijo Flora, «ahora abandonó Nueva York y les dijo Hasssta la Visssta». Por primera vez, Harry acompañó a su mujer en la carcajada. «¿Estuvo en el Radio City?», preguntó Harry. «Claro que estuve. Es una de las cosas que más me fascinaron. Ese afán de hacerlo todo con mayúscula, esa falta de originalidad para ser originales. Dígame una cosa, Harry, ¿por qué cuando esa enorme orquesta, que sube y baja y da vueltas sobre su gigantesca plataforma, tiene que tocar un concierto para violín y orquesta, se elige que la solista toque corneta en vez de violín y vista de shorts en vez de largo? Me parece muy bien que las monjas norteamericanas vayan a escuchar rock y pataleen junto a los fans, pero no puedo tragar ese conglomerado de Sibelius y lindas pantorrillas.»
«Take it easy, Orlando», interrumpió Harry, «me parece que usted está influido por Fidel castro». La diversión fue general. «Ahora le digo en serio. No crea que se puede ser musicalmente anti-imperialista. Esa receta de Radio City no está mal, después de todo. Gracias a las lindas pantorrillas, el público deglute a Sibelius. Difusión cultural, ¿okei? De todos modos, lo que usted me cuenta es bastante mejor que el programa de la navidad pasada, cuando Papá Noel volaba en helicóptero por el interior de la sala.»
El sitio maravilloso era Great Fall, estado de Maryland. Farías reconoció que el espectáculo de los saltos de agua valía la pena. «A ver esa formidable organización de picnic» dijo el guatemalteco refiriéndose a Harry. «Harry es el especialista», completó Nereida.
Entonces Harry extrajo del auto una valija, no demasiado voluminosa, y de ella sacó la pequeña heladera, un verdadero chiche, donde estaba la carne; luego, una especie de parrilla aerodinámica y desarmable, que en un minuto fue puesta en condiciones; también un combustible sintético (algo así como pelotas de carbón); por último, un pomo con un líquido inflamable, especial para carbón sintético, especial para picnics especiales. Farías encontró que el fósforo y el hambre eran los únicos puntos de contacto con un asado del cono sur. Flora infló unos almohadones de nailon y todos se sentaron alrededor de aquel fuego civilizado y sin problemas, excesivamente resuelto y preparado. Si no hubiera sido por el toque natural que representaba el salto de agua, el picnic podría haberse realizado en el piso 92 del Empire State Building.

Después del almuerzo miraron un rato la TV a transistores, especial para picnics, pero Nereida dijo que no le gustaban las de vaqueros. Entonces Harry extrajo su Polaroid, reunió al grupo junto a las cenizas esféricas del carbón sintético, e insistió en que Flora tomase una foto en la que él apareciese junto a los cuatro latinoamericanos. Hizo una broma sobre la diferencia entre sus 1.93 metros de altura y los 1.69 que medía el más alto de los otros. «Y son capaces de creer que no son subdesarrollados», dijo. A los cuatro minutos de haber tomado la foto, la copia ya estaba disponible. «Esto es civilización», dijo Harry respondiendo a los aplausos de Nereida. Farías no hubiera podido asegurar si el yanqui estaba orgulloso o sólo se burlaba de los hábitos nacionales. Quizás hubiese un poco de ambas cosas. Farías lo encontraba simpático y sincero. Flora le gustaba un poco menos, no sabía bien por qué. En ese momento, ella le estaba mostrando una botella de whisky que tenía agregados unos senos de plástico, monstruosamente inflados. «Esto lo trajo Harry de Nueva Orleans.»Nereida dedicó al artefacto una mirada ansiosa, casi masculina. El chileno se aburría y se fue a contemplar la cataratita, una especie de versión para Reader's Digest de las Niagara Falls.

Ortega se llevó discretamente a Farías hasta cerca del camino. «Harry es un buen tipo, ¿no te parece? Por lo menos, el producto corriente.» «Sí, me gusta bastante.» «Sabes, admite el American Way of Life, pero lo admite con cierta sorna, y eso en definitiva lo está salvando. No te voy a decir que nos entiende (eso es muy difícil aquí) pero se puede hablar con él de Guatemala o de Bolivia o hasta de Cuba, sin que se ponga histérico. Eso es mucho. Por lo menos, no cree que Roosevelt haya sido comunista.» «¿Y Flora?» «Bueno, Flora se considera una frustrada, porque en la casa Harry es el que manda. De acuerdo al esquema de Nereida, Harry es el que descorcha las botellas y Flora es la que cocina. Claro, no te olvides de que él vivió dos años en México. Tal vez allí se acostumbró...»

Flora andaba con Montes saltando entre las rocas. Harry fumaba con delectación junto al Volkswagen. Nereida leía un Esquire, recostada en un árbol. Ortega optó finalmente por unirse a los saltarines de las rocas, y entonces Farías se echó sobre la gramilla, la cabeza apoyada en el rollo que había hecho con su saco. Pensó que en el Uruguay siempre le había huido a los picnics. No tuvo tiempo de sacar conclusiones. Se durmió.

Dos horas más tarde, venía sentado junto a Harry y Flora en el asiento delantero del Chrysler 1960. Los otros se habían ido en el Volkswagen de Ortega, y el matrimonio se había ofrecido a llevarlo hasta Washington. Estaba contento. «Buena gente», pensó. Flora había cruzado las piernas. «Buenas piernas», pensó. Evidentemente, esta tarde sería un buen recuerdo.
«¿Por qué todos ustedes viven fuera de Washington?», preguntó por preguntar. «A mí me parece una ciudad muy agradable.» El perfil de Harry se transfiguró. «¿Cómo quiere que los seres humanos vivamos en Washington si aquí hay nada menos que un 65% de negros?» Farías tragó. «¿Y eso qué?» Flora lo miró con dulzura, sin alterarse, seguramente compadecida frente a la incomprensión. «¡Cómo! ¿No entendió Orlando? ¡65% de negros!» Farías guardó silencio, pero se sintió horrible guardando silencio. Al final tuvo que decir: «Ustedes perdonen, pero no puedo entenderlo.» Harry tenía una expresión cada vez más colérica.

En el cruce de Massachusetts Avenue y calle 4, el Chrysler tuvo que detenerse porque el semáforo estaba rojo. Por la franja reservada a peatones cruzó toda una familia de color. Los dos últimos negritos señalaron a Harry y se rieron. Se rieron como siempre se ríen, con toda la boca, mostrando hasta la campanilla. Eso ya era demasiado para Harry. Dio un tremendo puñetazo sobre el volante y gritó dirigiéndose a Farías: «¡Y usted pregunta por qué no vivimos en Washington! ¡Fíjese, fíjese, ésta es nuestra realidad! ¡Nuestra realidad! ¿Entiende ahora?» «Take it easy, Harry», dijo Flora. «Sí, ahora entiendo», murmuró Farías, y pensó en el party de Greenwich Village, en las invictas viejitas de Albuquerque.

Lo dejaron frente al National. Farías tuvo que construir una larga frase de gracias por el paseo, el picnic, la comida, la copia de la Polaroid, el regreso al hotel. Harry le dio la mano y dijo, ahora más calmo: «Fue un gran placer conocerlo, Orlando, verdaderamente un un gran placer.» Flora le dio un beso en la mejilla.

Farías se quedó un momento en la puerta del hotel, esperando que el coche arrancara. En el instante en que el Chrysler 1960 empezaba a moverse, Flora hizo adiós con la mano y dijo con fruición: «Hasssta la visssta.»

1961

domingo, 20 de septiembre de 2009

ciudades


Imagen tomada de la red: Montevideo.

La geografía poética urbana de Benedetti está muy alejada de la tradición vanguardista que se sentía fascinada por la técnica y veía a la ciudad como su paradigma, con sus rascacielos de cristal y los veloces automóviles recorriendo autopistas urbanas, como la imaginaron Le Corbusier e Hilberseimer entre otros. La ciudad de Benedetti está en la tradición de la geografía literaria de Borges, Guillén, Aleixandre, Pessoa, quienes recuperan poéticamente una ciudad que todavía no ha visto disuelto su espacio, donde su escala urbana hace posible reconocer y reconocerse, donde es posible soñar y ser solidario, en fin, donde el pasado y el presente conviven sin sobresaltos. Esta ciudad tiene en la calle su lugar por excelencia donde la forma espacial, la forma social, y la forma emocional se funden.
Uno de los poetas que sintieron la atracción y energía poética de la calle fue un autor argentino, Baldomero Fernández Moreno, que escribió un precursor libro de poemas urbanos titulado Ciudad:

La calle me llama
y obedeceré...
Cuando pongo en ella
los ligeros pies
me lleno de rimas
sin saber por qué...

Una Antología de Fernández Moreno fue una de las lecturas del joven Benedetti en su estancia laboral en Buenos Aires. En él leería versos como estos: «Pesa de nuevo la ciudad enorme / sobre la débil tabla de mi pecho».

¿Orientaría este gran poeta menor la mirada poética de Benedetti hacia la ciudad? A mí me gusta pensar que sí, y efectivamente muchos años después de esta primera visita a esta ciudad dedicaría un recuerdo al poeta argentino en el poema «Plaza de San Martín».
Benedetti, en 1948, escribió su hermoso poema «Elegir un paisaje» donde la calle se aparece en su memoria como el espacio de la ciudad de su adolescencia, reconstruyéndola con lenguaje poético, haciéndola eterna. En esta calle los recuerdos emocionales «las piernas que arrastran a mis ojos / lejos de la ecuación de dos incógnitas», se entremezclan con la realidad objetual. Los balcones, el ruido de las bocinas y los árboles que, como veremos en la ciudad del exilio, será un signo de su Montevideo del recuerdo. Este poema termina así:

Ah si pudiera elegir mi paisaje
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles


El atardecer, como momento de la mirada del poeta sobre la calle, se puede también encontrar en Borges, Guillén o Pessoa. El primero decía en Inquisiciones que la mejor luz para mirar una ciudad era el del crepúsculo, donde en el «conflicto de la visualidad y la sombra» recobran «su sentir humano las calles». En el poema «Viviendo», de Guillén, aparece un hermoso ocaso en la ciudad; y en el Libro del desasosiego, de Pessoa -Bernardo Soares- uno de los escasos momentos de sosiego de esa obra tiene por escenario una plazuela de Lisboa al atardecer.
La construcción poética de la ciudad, en los años anteriores al exilio, sigue ciñéndose a la memoria de sus años infantiles y adolescentes. En «Dactilógrafo» (1955) estos recuerdos se desgranan entre las líneas de una carta comercial que está escribiendo en su trabajo rutinario frente al que aparece como contrapunto su Montevideo del recuerdo:

Montevideo era verde en mi infancia
absolutamente verde y con tranvías
y qué optimismo tener la ventanilla
sentirse dueño de la calle que baja
jugar con los números de las puertas cerradas
y apostar consigo mismo en términos severos...

Aquí aparece, de nuevo, la calle, ahora recorrida desde el tranvía -otro protagonista urbano que luego aparecerá en su ciudad del exilio- y se sentía su dueño. El sentimiento de posesión caracteriza la relación intensa que se produce cuando el ciudadano se reconoce y reconoce el lugar urbano. El lugar no existe en cualquier parte de la ciudad, sólo en aquellas en que el espacio ha sido humanizado por un trazado, una escala y una escena urbana, a la que se une la experiencia y la memoria del ciudadano que lo mira. Esa es la enseñanza que el urbanista constructor y reformador de ciudades puede encontrar en las geografías literarias: el sentido del lugar. Y el sentido del lugar no se crea, se construye a lo largo del tiempo por una misteriosa fusión entre lo construido; las vivencias ciudadanas, más lo único natural que tiene la ciudad, el aire, la luz y el cielo. El lugar urbano no existe, sólo está presente en la memoria y en la imaginación. Una geografía literaria es una creación de lugares. En ellos la calle como lugar sólo existe en el alma, no tiene dimensión física, sólo emocional.
Finalmente, en esta parte dedicada a la geografía literaria de Benedetti, anterior al exilio, habría que decir algo de Montevideanos (1959). Esta obra es para la ciudad de Montevideo, lo que es el Dublín de Joyce en Dublineses, obras donde la dimensión física de la ciudad queda en un segundo plano, y esta corta investigación sigue las huellas de la ciudad cuya escena urbana es protagonista o inductora del discurso poético o literario.

En 1973, tras el golpe militar, Benedetti se exilia, primero a Argentina, y posteriormente a otros países americanos y europeos. No regresará hasta 1985.
A la mirada sobre Montevideo a través del tiempo en sus poemas anteriores al golpe, se une ahora la distancia real de la separación forzosa. Y su ciudad se convierte en la «ciudad en que no existo» como escribiría con desasosiego, Benedetti pierde su ciudad forzado por la violencia golpista, y como él muchos otros de sus ciudadanos, que la perderían para siempre.
El poeta exiliado funda una ciudad, creándola a partir de sus recuerdos para seguir viviendo en ella. En «Fundación del Recuerdo» (1973/74) dice que «No es exactamente como fundar una ciudad», pero más adelante, en el mismo poema, afirma que un recuerdo puede tener calles y árboles y «plazas de sol con puños en el aire».
Todo el entramado de ilusión, fantasía, y deseo de no olvidar su ciudad está en el sobrecogedor relato que abre Geografías, que aunque se lea cien veces nunca deja de conmover. Dos exiliados se dedican a un juego en que uno de ellos pregunta sobre un detalle urbano de Montevideo y el otro tiene que describirlo lo más exhaustivamente que pueda recordar. El relato nos da una descripción panorámica de la ciudad, como una imagen filmada desde el aire. Desfilan monumentos, plazas, estadios de fútbol, paradas de transporte público, y de pronto como en un zoom ven -vemos- a una mujer, Delia, que espera la luz verde en un paso de peatones, y que es recordada por el protagonista del relato por «su sonrisa que alegra la vida, no sólo la mía en particular sino la vida en general».
Y de pronto, el recuerdo se hace realidad, y Delia, la real, aparece en medio de la pareja de exiliados. Ha conseguido salir de Uruguay después de pasar algunos años en la cárcel, experiencia de la que elude hablar. Ellos le explican el juego de construir Montevideo con imágenes recordadas, «Ustedes no reconocerían la ciudad -les dice la mujer- Ese juego de las geografías los perderían los dos». Se quitan los árboles de las avenidas, -¿para que pasen más coches?-. Edificios y locales que ocupan un significado en la ciudad de sus recuerdos han desaparecido, y en su lugar hay ahora Bancos o Aparcamientos. Aquella dictadura era tan feroz que no sólo destrozaba o «desaparecía» a las gentes que le molestaba; al que se les escapaba al exilio, le destrozaban la ciudad, se la cambiaban, para aniquilarle su identidad y sus recuerdos.
Al final del relato el personaje narrador se queda a solas en su habitación con Delia, su antiguo amor, intenta recuperar la emoción de entonces, abrazándola, pero ella permanece inerte con la mirada perdida: «No puede ser... -dice- no hay regreso... Mi geografía también ha cambiado».
Nuestra memoria está prendida de rostros y de calles. Si los rostros desaparecen y la calle cambia, nuestra vida, construida sobre ese escenario humano y urbano, se convierte en un sueño brumoso. Baudelaire ante los cambios que se producían en la ciudad, decía que «pesan más que rocas mis mas caros recuerdos». Y Benedetti en el exilio cuando le llega la noticia de que los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio han desaparecido, desolado escribe: «Es a mí a quien han mutilado, me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas»:

dicen
que la avenida está sin árboles
y no soy yo para ponerlo en duda
¿acaso yo no estoy sin árboles
y sin memoria de esos árboles
que según dicen ya no están?

La ciudad, en el Benedetti de exilio, es una parte de sí mismo. Pero no sólo una ciudad hecha de espacios y objetos, sino que de ella forman parte también los seres humanos que la pueblan. Como en el poema «En la plaza» de V. Aleixandre, el personaje -alter-ego de Benedetti- de un relato corto de Geografías, se sumerge en la multitud de una plaza en la que reconoce y con la que se funde:

Su marco natural nunca había sido el paisaje sino el prójimo, con sus histerias y miserias, con sus enigmas y sorpresas... Así se había movido en los cauces políticos, sin la menor vocación de poder personal, sabiéndose mucho más fértil y un definitiva más útil en el codeo fraternal de la plaza repleta que en las tribunas de la retórica.

En su obra del exilio, para Benedetti, no hay más que una ciudad: Montevideo. Como el protagonista de «De puro distraído» que no reconocía las ciudades por las que pasaba salvo por detalles insignificantes. Sólo reconoce su ciudad cuando es detenido y va a ser torturado. El paisaje del terror sustituye al fraternal de sus recuerdos.


Gabriel Miró había escrito en Años y leguas que volver a un lugar es buscarnos de memoria a nosotros mismos, pero Benedetti ha consumido la memoria de su ciudad cuando regresa a Montevideo en 1985, tras el restablecimiento de las libertades. En su obra posterior al exilio, Montevideo se ha desvanecido como los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio.
La subjetividad domina intensamente la mirada de Benedetti sobre la ciudad del regreso:

dentro de algunas horas
me acercaré a tus muertos
ciudad muerta
latiré en tus latidos
ciudad viva
pisaré mis pisadas
ciudad huella

Soledad y tristeza infinita transmiten sus poemas urbanos del regreso. Como «Ciudad sola», en la que el protagonista es una paisaje urbano desolado en las últimas horas de la noche antes del amanecer.
Los recuerdos de su ciudad, a los que se aferraba en el exilio, son sustituidos por una geografía poética en la que sólo tiene cabida el amor como un salvavidas enmedio de un naufragio, un amor desesperado como en «Calle de Abrazados». En el poema «Cada ciudad puede ser otra» nos habla de la transformación de la ciudad a través de la mirada de los enamorados. Una ciudad nueva y tan diferente «como amorosos la recorren». Pero como dice en el preámbulo de ese poema Jaime Sabines, los amorosos son también los que abandonan y olvidan.
En uno de sus libros de poemas, donde vuelve a retomar una ciudad más vitalista donde los signos de identidad física reaparecen, es en el de inequívoco título: «Lugares» (1986). Allí rinde homenaje a la Plaza San Martín, en un poema del mismo título, a esa vieja plaza de Buenos Aires a la que también Borges dedicó un poema de juventud:

En este espacio cada uno es capaz
de zurcir sus vislumbres y tinieblas...


En «Pausa de agosto» dedicado al Madrid vacío en las vacaciones de verano, para el poeta la mejor época para recorrer esta ciudad, cuando los árboles y los pájaros recuperan su protagonismo:

Los árboles han vuelto a ser
protagonistas del aire gratuito
como antes
cuando los ecologistas
no eran todavía imprescindibles.

Fuente: Mario Benedetti (Inventario Cómplice)
José Ramón Navarro Vera (Universidad de Alicante)