.

" ..pero tampoco creas a pie juntillas todo/no creas nunca creas este falso abandono/
estaré donde menos lo esperes/por ejemplo en un árbol añoso de oscuros cabeceos/
estaré en un lejano horizonte sin horas.."


TMC http://tardesdemateycuentos.blogspot.com/
Grupo Virtual - Una manera distinta de compartir, una manera distinta de comprender



lunes, 18 de octubre de 2010

«lector-mi-prójimo»

Mario Benedetti nació para la literatura en 1945 con su libro inicial, La víspera indeleble, emblema además de la andadura de la generación uruguaya que lleva el nombre de aquel año (como «la generación crítica», en palabras de Ángel Rama, se la conoce también), que tiene en nuestro autor una de sus más altas figuras literarias y que encontró su epicentro en el gran semanario Marcha de Carlos Quijano. Desde entonces, Benedetti desarrolló un trabajo intelectual que abarcó todos los géneros : él es el poeta de Cotidianas, Poemas de otros, Viento del exilio, Las soledades de Babel y los demás libros reunidos en los sucesivos volúmenes de Inventario; es el gran novelista de Quién de nosotros, La tregua, Gracias por el fuego, Primavera con una esquina rota o La borra del café; el excelente cuentista de Montevideanos, La muerte y otras sorpresas, Con y sin nostalgia o Geografías, y el dramaturgo de El reportaje, Ida y vuelta o Pedro y el capitán. Pero Benedetti es también el escritor político de Crónicas del 71 o Terremoto y después, el mordaz humorista de Mejor es meneallo, el brillante ensayista de El escritor latinoamericano y la revolución posible o La realidad y la palabra, y el intelectual comprometido (en todos los sentidos: un hombre de su tiempo que se negó a cerrar los ojos ) artífice de esa trayectoria de lúcidas reflexiones sobre la literatura y la realidad que se inició con Peripecia y novela y el polémico El país de la cola de paja, y se consolidaría con los imprescindibles Articulario, Literatura uruguaya siglo XX y El ejercicio del criterio, recopilaciones en las que no está todo, pero está lo que su autor consideraba fundamental.
La variedad de la obra de Benedetti desafía todo intento de clasificar al autor, y él ha enriquecido cada género que practicó con la experiencia ganada en los demás. Pero en esa variedad de registros palpita una secreta unidad que da coherencia a su obra y otorga a la poesía, al ensayo, al artículo periodístico, a la narrativa y hasta a las letras de canciones, un inconfundible «estilo Benedetti», quizá porque sus diversos itinerarios parten de un mismo lugar: la vocación comunicante de su labor como escritor; ese término que -entre otros- la crítica literaria debe a Benedetti y que designa el interés por establecer un clima en el que el lector se sienta parte de un diálogo con el autor desarrollado en un plano de confianza mutua y recíproco aprendizaje. El propio autor dijo: «No escribo para el lector que vendrá, sino para el que está aquí, poco menos que leyendo el texto sobre mi hombro».
A ese lector Benedetti lo conquistó literariamente para movilizarlo humanamente, y esa vocación comunicante es, tal vez, la característica que mejor define la obra del autor, no sólo porque nadie ha apelado con tanta frecuencia y tan explícitamente como él a ese «lector-mi-prójimo»

En este espacio de lectura virtual hemos recorrido, desde abril de 2009 hasta ahora en 100 entradas algunas, solo algunas, de las creaciones del inmortal escritor.
Cumplida esta etapa, TMC- Mario Benedetti cierra sus puertas. ¡¡No las lecturas !!
No podrán dejarse comentarios a partir de ahora, si alguien desea comunicarse con el Grupo hemos abierto una cuenta de correo para recibir vuestros mails.

Muchas gracias a todos quienes nos acompañaron durante diecinueve meses.

posdata

80. Posdata

Siempre queda algo por decir
un rencor un amor una sorpresa
un pedazo de vida insoportable
que sin embargo algo nos enseña

la vez que fuimos derrotados
cual si fuéramos ídolos de trapo
y la otra en que nos rozó un triunfo
de esos que no se tienen programados

siempre queda algo por soñar
llegar a una frontera tan remota
que queda más allá del horizonte
y por esa razón es seductora

y un intervalo casi oscuro
del que no nos libramos todavía
y que nos deja inmóviles mirando
a esa luna de tantas pesadillas

siempre queda algo por borrar
un aguacero un choque dos domingos
que a pesar de ser poco o casi nada
se resisten a hundirse en el olvido

siempre queda algo por buscar
digamos una paz sin atenuantes
y una conciencia boba que censura
pecados que son simples disparates

no queda nada que agregar
al menos encontré lo que buscaba
y si recuerdo alguna otra cosita
en todo caso agrego otra posdata

Mario Benedetti
Testigo de Uno Mismo
2008

Testigo de uno mismo


79. Testigo de uno mismo



¡que entre la luz y que entre el aire,
el aire que es el más fiel testigo de la vida!
JAIME SABINES




No sólo el aire fiel / también nosotros
somos testigos de la vida entera
la vemos transcurrir deshilachada
gozosa o muriéndose de pena

pasan mezclados / hechos y desechos
y nos dejan sin fe y hablando a solas
con más de una tristeza en la mochila
y admirando la espuma de las horas

todo convoca en los alrededores
todo es símbolo de algo que se quiere
y si el alma se pone a echar de menos
sobre todo convoca a los ausentes

somos vigías del amor y el odio
si perdemos el tiempo / lo ganamos
con las meditaciones como nubes
que tratan de acercarnos lo lejano

así y todo vamos quedando limpios
de miedos y parodias de coraje
y el peligro del mal que está de luto
lo vemos a través de los cristales

risa o llanto / silencio o barahúnda
competimos con el aire más fiel
y ya que al fin el poeta se despide
somos testigos de uno mismo / amén


Mario Benedetti



Maby dijo...
Encontré algunos poemas pertenecientes al libro testigo de uno mismo (2008) que los escribe como una despedida en el dolor por la perdida de su compañera de toda la vida.

El libro se divide en tres partes, una primera compuesta de 80 poemas donde se mezcla el verso libre y la rima asonante, una sección segunda que alberga sus 20 ‘”Sonetos de un testigo” mientras que las últimas 30 poesías se agrupan bajo el título “Siembras y cosechas”, con una mayor flexibilidad de composición. El libro está escrito sin puntos ni comas, el autor usa la barra como sustituto de la puntuación.

Con un tono de testamento literario Mario Benedetti realiza una serie de textos marcados por el balance de la vida, la melancolía y las ausencias.
aqui van algunos de ellos:

79. Testigo de uno mismo
80. Posdata

Gracias Maby por tu búsqueda.( http://tardesdematesycuentos-mariobenedetti.blogspot.com/2010/10/rutinas.html#comments)


Publicaremos de a uno.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Rutinas

Mario Benedetti


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A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.

Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.

"¿Qué fue eso?", preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: "Fue una bomba". "¡Qué suerte!", dijo el niño. "Yo creí que era un trueno".

martes, 5 de octubre de 2010

No hay sombra en el espejo


No es la primera vez que escribo mi nombre, Renato Valenzuela, y lo veo como si fuera de otro, alguien lejano con el que hace tiempo perdí contacto. En otras ocasiones, frente al espejo, cuando termino de afeitarme, veo un rostro que apenas reconozco, como si fuera un borrador o una caricatura de otro rostro, al que estoy más o menos habituado. Entonces pienso que esa mirada no es la mía, que esas pupilas de rencor no me conciernen, que esas arrugas pertenecen a otra máscara, que esos fiordos de calvicie no se corresponden con mi geografía capilar. Es cierto que tales dispersiones suelen ser momentáneas, metamorfosis que duran lo que un suspiro, pero siempre me dejan inestable, desasosegado, indefenso. Es por eso, Renato Valenzuela, que tal vez haya llegado el momento de ajustar nuestras cuentas. Con el tiempo, con el pasado, con las heridas, con las promesas, contigo / conmigo. Todas.
No caigamos en la vulgaridad de achacarle todo lo ignominioso a la borrosa infancia. Allá quedó, detrás de la neblina. Mis recuerdos se dejan ver a través de un vidrio esmerilado llamado memoria. Te veo desnudo en el campo, bajo una lluvia que no discriminaba, los flacos brazos en alto, gozando de esa felicidad inaugural, que por cierto no volvería a repetirse, al menos con esa intensidad.
Te veo niño, asombrado ante el raro espectáculo del peoncito que fornicaba (vos creías que jugaba) con alguna oveja, pasiva e inerte, por supuesto ausente de aquella violación antirreglamentaria. Tu adolescencia fue un sueño. Soñabas incansablemente y cuando por fin yo despertaba vos seguías soñando. Con bosques, con olas, con pechos, con soles, con hambres, con manos, con muslos. Tus sueños eran de deseo y mis vigilias eran de censura.
A menudo surge algún sabio de pacotilla, capaz de asegurar que el espejo siempre es honesto. Mierda de honesto. El espejo es un farsante, un traidor, un ladino. Ese Renato Valenzuela que está ahí, mirándome socarrón, pálido de tanto insomnio, es un remedo frágil de mí mismo, un facsímil sin sangre, una cosa. ¿Dónde está, por ejemplo, el latido de mis sienes, el corazón rebosante de logros y fracasos, las manos que no son garras sino proveedoras de caricias?
La estampa del espejo es lo que no quise ser: un fantoche gastado que convoca a la muerte. Por esos falsos ojos circulan escombros de deseos, que ya ni siquiera puedo vislumbrar y menos aún rememorar. Ese Renato Valenzuela es un epílogo del Renato Valenzuela que digo ser. Que soy. O no? O será acaso, este yo de carne y hueso, el pobre duplicado del que se mueve en esa luna? Dijo el poeta: "El mar como un vasto cristal azogado/ refleja la lámina de un cielo de zinc". Ese Renato de cristal azogado reflejará la nada de mi cielo de zinc?. O acaso estará más cerca de lo que dice en la estrofa siguiente: "El sol como un vidrio redondo y opaco/ con paso de enfermo camina al cenit?"
Dónde está, en esa copia servil que es el espejo, el veinteañero aquel que sedujo a Irene, o sea el seducido por Irene, el que tembló como una vara cuando ella lo enlazó con sus brazos de enigma?. Dónde quedó el que besó y besó aquel cuerpo indescriptible, se sumergió cándido en él, feliz sin asumirse, volado en el amor?
No hay sombra en el espejo. La sombra es de los cuerpos, no de las imágenes. Mi hijo Braulio tiene seis años de sombra. Nunca lo pongo frente al espejo, para que no la pierda. Irene, en cambio, ya no tiene imagen. Ni sombra. Se la llevó el espanto. Hay finales de paz, de dolor, de inercia, también de espanto. El suyo fue de espanto. Sin embargo, en los ojos del espejo no está su muerte. En los ojos de mí mismo sí lo está. Es imposible desalojarla, omitirla, extraviarla.
Mi hijo me mira con los ojos de Irene. Un río de tristeza circula por mis venas, pero me he olvidado de llorar. Con mis ojos y con los del espejo. A Braulio no lo traigo al espejo para que no se gaste, para que no empiece, tan niño, a envejecer, para que siga mirando con los ojos de Irene.
Aclaro que todo esto es de un pasado. Reciente, pero pasado. Reconozco que hoy tuve una sorpresa. Como todas las mañanas me enfrenté al espejo y le hablé. Le hablé y le hablé. Creo que hasta le grité. De pronto advertí que la boca del espejo permanecía cerrada. Volví a hablar, lo insulté. Y nada. Sus labios no se movieron. Curiosamente, su mirada era de retroceso.
Entonces sentí que me inundaba un extraño regocijo, un esbozo de felicidad.
Y no era para menos. Por vez primera lo había dejado mudo. Por vez primera lo había derrotado. Inapelablemente.

Mario Benedetti en "Buzón de tiempo".


la imagen procede de
http://silviapalferro.blogspot.com/2007_07_01_archive.html

jueves, 30 de septiembre de 2010

Desde el alma (vals)




DESDE EL ALMA (Vals)

Hermano cuerpo estás cansado
desde el cerebro a la misericordia
del paladar al valle del deseo

cuando me dices / alma ayúdame
siento que me conmuevo hasta el agobio
que el mismísimo aire es vulnerable

hermano cuerpo has trabajado
a músculo y a estómago y a nervios
a riñones y a bronquios y a diafragma

cuando me dices / alma ayúdame
sé que estás condenado / eres materia
y la materia tiende a desfibrarse

hermano cuerpo te conozco
fui huésped y anfitrión de tus dolores
modesta rampa de tu sexo ávido

cuando me pides / alma ayúdame
siento que el frío me envilece
que se me van la magia y la dulzura

hermano cuerpo eres fugaz
coyuntural efímero instantáneo
tras un jadeo acabarás inmovil

y yo que normalmente soy la vida
me quedaré abrazada a tus huesitos
incapaz de ser alma sin tus vísceras.

MARIO BENEDETTI
Poemas de amor, de familia, amistad, infantiles, religiosos y más. Cientos de autores y su mejor obra escrita.
Su mejor poesía, su obra poética, la que escribió desde el corazón, con amor, sentimiento, inspiración.
Mario Benedetti se expresa en estos poemas permitiéndo que nos reflejemos en ellos, reviviendo en su poesía nuestros momentos de amor, de tristeza, de
familia, de soledad, de compañía, de juventud, de enamoramiento, – y por que no tal vez, para los más grandes – íntimos, eróticos y de sexo.


jueves, 23 de septiembre de 2010

lento pero viene




















lento pero viene
el futuro se acerca
despacio
pero viene

hoy está más allá
de las nubes que elige
y más allá del trueno
y de la tierra firme

demorándose viene
cual flor desconfiada
que vigila al sol
sin preguntarle nada

iluminando viene
las últimas ventanas

lento pero viene
las últimas ventanas

lento pero viene
el futuro se acerca
despacio
pero viene

ya se va acercando
nunca tiene prisa
viene con proyectos
y bolsas de semillas
con angeles maltrechos
y fieles golondrinas

despacio pero viene
sin hacer mucho ruido
cuidando sobre todo
los sueños prohibidos

los recuerdos yacentes
y los recién nacidos

lento pero viene
el futuro se acerca
despacio
pero viene

ya casi está llegando
con su mejor noticia
con puños con ojeras
con noches y con días

con una estrella pobre
sin nombre todavía

lento pero viene
el futuro real
el mismo que inventamos
nosotros y el azar

cada vez más nosotros
y menos el azar

lento pero viene
el futuro se acerca
despacio
pero viene

lento pero viene
lento pero viene
lento pero viene


Mario Benedetti

Poema seleccionado por Maby para este blog de lectura.
http://maby-magictree.blogspot.com/2010/09/lento-pero-viene.html

domingo, 19 de septiembre de 2010

FRENTE AL FALSO ESPEJO

El falso espejo (1928)
Renè Magritte



EL FALSO ESPEJO

"¿ Dónde está, en esa copia servil que es el espejo, el veinteañero aquel que sedujo a Irene, o sea el seducido por Irene, el que tembló como una vara cuando ella lo enlazó con sus brazos de enigma? ¿ Dónde quedó el que besó y besó aquel cuerpo indescriptible, se sumergió cándido en él, feliz sin asumirse, volado en el amor?
No hay sombra en el espejo. La sombra es de los cuerpos, no de las imágenes. Mi hijo Braulio tiene seis años de sombra. Nunca lo pongo frente al espejo, para que no la pierda. Irene, en cambio, ya no tiene imagen. Ni sombra. Se la llevó el espanto. Hay finales de paz, de dolor, de inercia, también de espanto. El suyo fue de espanto. Sin embargo, en los ojos del espejo no está su muerte. En los ojos de mí mismo sí lo está. Es imposible desalojarla, omitirla, extraviarla.
Mi hijo me mira con los ojos de Irene. Un río de tristeza circula por mis venas, pero me he olvidado de llorar. Con mis ojos y con los del espejo. A Braulio no lo traigo al espejo para que no se gaste, para que no empiece, tan niño, a envejecer, para que siga mirando con los ojos de Irene. "


Benedetti, Mario - No hay sombra en el espejo – Fragmento
(Editado por Carlos Lebón y Mujer Sol)
http://lacasadeasterion.net/


FRENTE AL FALSO ESPEJO


Nunca quise sembrar en los espejos
Porque no encontré agua en los cristales azogados
Ni en sus paisajes hipnóticos

Si me miro al espejo, sé que me multiplico en lo falso
Al espejo se miran los políticos, los dioses
Y algunos vagabundos

El diseño de mi espejo no está acabado
Por eso cuando me miro en él, sólo veo el dibujo de mi sombra
Que quiere ser nube

En el espejo me rodea el vértigo
Y para no caer al abismo me invento la inocencia
Yo quise ser espejo de mí misma
Y me convertí en río
Pero ese año no hubo cosecha porque no llovió nada.

Prefiero lo inesperado a lo que se proyecta
El mundo me hace elegir caminos
Que no puedo añadir a mi destino
Y si el otro se aleja de mí
Pienso que me ha visto en el espejo
Y tal vez se asustó

Y es que soy el universo, no la medida del universo
Y el falso espejo me obliga a dejarme medir
Por el entendimiento de los necios
O el arraigo a la tierra
¿Quién le ha dado forma a mi destino?
¿Y quién, invisible me mira o está detrás de mi en el espejo?

La lluvia me cela los pechos y al pasar se mira en ellos
Se detiene frente a los latidos de mi corazón
Se me hace inteligible el barro
Desde entonces, desde que la vi pasar, a la lluvia
por mi ventana de cristal
Sé que todos los espejos
Se rompen.

©Julie Sopetrán

lunes, 13 de septiembre de 2010

ESTA CIUDAD ES DE MENTIRA


No puede ser.
Esta ciudad es de mentira.
No puede ser que las palmeras se doblen

a acariciar la crin de los caballos
y los ojos de las putas sean tiernos
como los de una Venus de Lucas Cranach
no puede ser que el viento levante las polleras

y que todas las piernas sean lindas
y que los consejales vayan en bicicleta
del otoño al verano y viceversa.

No puede ser.
Esta ciudad es de mentira.
No puede ser que nadie sienta rubor de mi pereza
y los suspiros me entusiasmen tanto como los hurras
y pueda escupir con inocencia y alegría
no ya en el retrato sino en un señor
no puede ser que cada azotea con antenas
encuentre al fin su rayo justiciero y puntual
y los suicidas miren el abismo y se arrojen
como desde un recuerdo a una piscina.

No puede ser.
Esta ciudad es de mentira.
No puede ser que las brujas sonrían a quemarropa
y que mi insomnio cruja como un hueso
y el subjefe y el jefe de policía lloren
como un sauce y un cocodrilo respectivamente
no puede ser que yo esté corrigiendo las pruebas
de mi propio elogiosísimo obituario
y la ambulancia avance sin hacerse notar
y las campanas suenen sólo como campanas.

No puede ser.
Esta ciudad es de mentira.
O es de verdad
y entonces
está bien
que me encierren.

Mario Benedetti

Mario Benedetti (Paso de los Toros, 14 de septiembre de 1920 -Montevideo, 17 de mayo de 2009) era un escritor de raíz hondamente popular. Formó parte de la generación de 1945 junto a Juan Carlos Onetti

miércoles, 8 de septiembre de 2010

la extrañeza íntima del poema ..

Eltiempohabitado el Blog de Julie Sopetrán


"Aquí puedes leer mis libros, poesía, prosas… y otras cosas relacionadas con la extrañeza íntima del poema."



AZB Revista de Cultura Internacional
Fue creada y pensada por Julie Sopetrán y consolidada por el Grupo Editorial Golden S.L.


Ver:

sábado, 4 de septiembre de 2010



PACTO DE SANGRE (1981)

A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama. No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mi mismo, sin ayuda. Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño,- miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital)) que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra, y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; varices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) Que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) Que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) Que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch) que me tragaba para siempre. Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa, He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo, Puede ser que se imaginara que yo tenia mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia, Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviaría, de no avergonzaría, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas, Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente, El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años, No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para ml yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto Sólo quiero que me dejen pensar Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide, Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli, Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mi mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así, También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen), Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden, Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batíle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valía defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc,). Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venias a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenias el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años; che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venias ahora. A lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mi en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.

El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto. , que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenia siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, y ole contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que si, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aun no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice que lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta. No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valía (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, silos tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. El no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a; veces la oigo; Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que este, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braulio, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como “I acknowledge receipt of your kind letter”, o “Very truly yours”, lo suficiente para que los de allá puedan contestar “Dear sirs”, o “Gentlemen”. También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado.

De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braulio, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablas (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quien contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idiom~ y tendrá una formación que va a servirle de mucho. El no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que. empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere; ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quien hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.

Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi meto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.

Mario Benedetti

Igual me he excedido al publicar un cuento tan extenso, pero creo que merece la pena. En mi opinión, resulta  enriquecedor y maravilloso, el clarísimo dominio y elegancia del vocabulario que nos tiene acostumbrados nuestro paladín.

El video es de una ternura sin igual, esos pactos de sangre que tan sutilmente nos presenta a través de cada nota...

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Nostalgia


fotografía: Nostalgia
autora: Fiammeta

¿De qué se nutre la nostalgia?
Uno evoca dulzuras
cielos atormentados
tormentas celestiales
escándalos sin ruido
paciencias estiradas
árboles en el viento
oprobios prescindibles
bellezas del mercado
cánticos y alborotos
lloviznas como pena
escopetas de sueño
perdones bien ganados
pero con esos mínimos
no se arma la nostalgia
son meros simulacros
la válida la única
nostalgia es de tu piel.

Mario Benedetti

viernes, 20 de agosto de 2010

SILVAS DE MI SELVA EN OCASO


SILVAS DE MI SELVA EN OCASO
Julie Sopetrán

Ediciones Torremozas 1985

Introducción: Aurora de Albornoz – ISBN: 84-86072-30-1








APUNTES
Escribí este libro en Sopetrán, observando, viviendo y sintiendo los atardeceres de un lugar que me vio crecer.
Las puestas de sol me fascinaban en un paisaje castellano, para muchos, desconocido. Puedo decir que es un libro nacido de la tierra y del sentimiento, del entusiasmo por crear y recrear lo vivido día a día en mi adolescencia. Los paseos frente al ocaso, el ver y contemplar como se borra cada día en la aparente monotonía de Castilla.

fotografía: Julie Sopetrán



Es un libro de la tierra en consonancia con el arte, con ese deseo de pintar que también, en algún momento, siente el poeta. Porque la poesía es una pintura que tiene voz. Porque la voz interior es esa pintura que se extiende en versos tan sólo con mirar los colores de un atardecer.
Vivía y trabajaba en Madrid, cuando publiqué este libro. Pero todos los fines de semana los pasaba en Sopetrán con mis padres. Yo residía por entonces en La Guindalera, en la calle Méjico número 15, de Madrid; mi vecina era la escritora Aurora de Albornoz, con la que conversaba mucho de poesía, de poetas, de ambientes literarios, de viajes, de exilios, de posguerras. A través suyo, conocí a Pepe Hierro, a Gloria Fuertes, a su sobrino, Premio Nóbel de Medicina, Severo Ochoa, con el que tuve el placer de compartir un almuerzo en la casa de Aurora de la calle Méjico, donde él venía de vez en cuando a conversar con ella. Conocí a bastante gente relacionada con la literatura.
Ya había terminado mi libro: Silvas de mi selva en ocaso, y me atreví a enseñárselo, por entonces Luzmaría Jiménez Faro y Antonio Porpetta, dueños de Editorial Torremozas, que ya habían contactado conmigo para la publicación de este libro en su colección de Poesía de Mujeres, tanto noveles como consagradas. Cuando les hablé que Aurora, que además de vecina, era amiga y, les dije que le había dado el libro con intención de que me diera una primera opinión de lectura antes de publicarlo, -y también por saber si el trabajo era publicable- Luzmaría y Antonio, se entusiasmaron, pensando que Aurora podría ser la persona idónea que me hiciera el prólogo, dado su prestigio como crítica literaria.
Pasó un tiempo y no quise forzar dicha lectura. Hasta que un día Aurora me dijo que ya lo había leído y quería hablarme del trabajo realizado. Fue entonces cuando me dijo que el libro le había gustado mucho y lo veía publicable, le propuse que me escribiera ella el prólogo y lo aceptó sin excusa. Pienso que no se comprometió demasiado conmigo, pero era normal yo estaba dando mis primeros pasos y ella era una escritora muy conocida. Fue más que suficiente en aquellos inicios de mi poética. Pues todo esto sucedió cuando Aurora todavía no me conocía demasiado. Y cuando nuestra amistad no era tan entrañable como lo fue después. Cuando murió, yo fui una de esas pocas personas que estaba a su lado. Y ella murió antes que su mamá, que tenía cerca los cien años.
Después de escribir este libro, sentí una gran necesidad de pintar. Una tarde, entré en una tienda de arte y compré los colores de óleo que quería usar, casi todos marrones en distintas tonalidades, una espátula, un lienzo, no demasiado grande, y algún aceite. Recuerdo que aquel fin de semana, a las dos de la mañana y con una vela, ya que no teníamos luz eléctrica en el campo, me entusiasmé con la pintura y convertí mi cuarto en auténtica paleta de colores. Desde aquel día habré pintado más de doscientos cuadros, de los que conservo dos o tres, todos se los llevaron mis amigos o aquellas personas que me decían que les gustaba lo que hacía. Vendí alguno, pero eso sí, nunca me propuse estudiar nada relacionado con la pintura. Toda mi experiencia es espontánea, completamente abstracta. Interesándome especialmente por los colores y las impresiones que las mezclas producen. Luego pasé a pintar cuadros más grandes y puedo decir que, a este libro le debo mi contacto con ese otro mundo tan cercano a la poesía como es la pintura.
No me considero artista, conozco mis limitaciones “ilimitadas” y me considero una atrevida a la hora de exponer aquello que me inspira el instante en color.
Siempre me apasionó el estudio de la métrica, y quise titular este libro con el nombre de silvas porque fue un experimento en mi poética, mi interpretación de la silva en la selva de ocaso, el atardecer, la mezcla de colores sin límite. La primera edición de este libro salió en Septiembre de 1985. Ediciones Torremozas. Un libro que se agotó inmediatamente y aún conservo un ejemplar.


Aurora de Albornoz firma el prólogo que titula:

PALABRAS ANTE UNAS PALABRAS

Hace ya más de un siglo, los ojos de los pintores impresionistas se abrieron para pintar luces, sombras, colores o matices cambiantes, tal como sus miradas los percibían. Y así, mirando con ojos nuevos, llegaron a ver más hondo; a captar lo oculto para las miradas de los otros. Los poetas aprendieron la lección, profundizaron en ella y, en algún caso, fueron más lejos ya que la poesía, o ya que por la poesía es posible no sólo ver, sino además, oír, oler…Desde hace un siglo por lo menos, cuando el poeta se sitúa ante un paisaje, mira, oye, huele… Esta afirmación, válida –me parece— si hablamos de la poesía actual, sirve para entender mejor la de los creadores de la poesía moderna (nuestros abuelos). Ellos, los simbolistas de finales del siglo pasado –o, ateniéndonos a nuestra literatura, los líricos modernistas—expresaron magistralmente esa sensorialidad que no se agota e sí misma; ellos percibieron el misterioso hilo que les unía a las cosas –árbol, flor o nube, si de naturaleza hablamos–; intuyeron que cada cosa tiene un alma; que cada cosa—agua o brizna de hierba—posee un lenguaje de secretos signos… Y nosotros, herederos de ellos, aunque el hecho nos pase desapercibido, sabemos –como ellos—que es preciso agudizar todos los sentidos porque son los sentidos el camino que lleva al sentimiento. ¿Lo saben, así tan objetivamente, los poetas de hoy?, ¿lo intuyen?, ¿lo ha pensado Julie Sopetrán, quien, sin duda, ha elegido esa vía de conocimiento para entenderse y entender a las cosas que ama? Ignoro si lo ha pensado, pero ahí está su libro-poema, estas silvas que, desde el comienzo nos hacen ir viendo –sin prescindir de olores, sonidos o sensaciones táctiles—un espacio lleno de cosas –de elementos de la naturaleza—que nuestros ojos recrean. No somos aquí meros espectadores; más bien: vemos, entramos, y, finalmente, sentimos: sentimos que un cuadro, o varios cuadros superpuestos, se han ido haciendo ante nosotros que, siguiendo los trazos –los versos—de la poetisa, caminamos, contemplamos, descansamos. Y, con ella, participamos en ese diálogo con las cosas, traducido en palabras.Palabras que componen un “libro-poema”, o “poema-libro”, más bien que un “libro de poemas”. Porque indudablemente, la unidad del conjunto llama la atención desde la primera lectura. No se nos puede escapar el hecho de que el texto inicial –Lienzo— podría ser subtitulado: Prólogo. En él, la poetisa nos sugiere no sólo el tema del conjunto, sino, además, el tono: tono ligeramente nostálgico –nunca triste–, contenido y emocionado a un tiempo.El “poema-libro” tiene un desarrollo sin duda bien estudiado: el cuadro-de-alma que la poetisa va trazando necesita, al comienzo, los elementos materiales para la construcción –“pinceles-árboles”, paleta, etc.–; al poseer los materiales la creadora intenta esbozar ya “retablos”, ya “bodegones”, ya “murales”,… (como indican los títulos de varios poemas); pero, no conforme aún con esto, desea ver e interpretar lo visto de acuerdo con diversas escuelas pictóricas (Impresionismo, Expresionismo, Cubismo… se llaman algunos de esos fragmentos). Todo concluye en un texto final: Copia (que podría rebautizarse: Epílogo). Interesante epílogo o conclusión, sugeridor de varias posibles lecturas. Obviamente “copia” en su sentido literal: hablando en términos pictóricos, reproducción de algo ya creado. Más, la ubicación del poema –cerrando el conjunto—tiene un claro sentido: el libro escrito, este que la autora titula Silvas de mi selva en ocaso, se transforma, en su totalidad, en “copia” de la parcela de la naturaleza, creada antes que el libro y en él reproducida; un paso más, y sin forzar interpretaciones, fácilmente podríamos concluir que todo arte es “copia”: copia de la vida. Aún cabe aventurar una lectura más profunda: en la cosmovisión de Julie Sopetrán creo advertir algo como una herencia –tal vez subconsciente—de ideas neoplatónicas: las cosas que ve acaso son mero reflejo de realidades esenciales, que la palabra intenta parcialmente develar.A pesar de la pintura, me he referido siempre a “poema-libro” y no a “poema cuadro” (o cuadros). Y ello, porque la obra pictórica es siempre espacial sólo. No así la poesía; no así este “cuadro” (cuadros), “con el tiempo dentro” –dicho en palabras de Juan Ramón–. Cuadro (cuadros) que escapa de su marco para ir hacia un pasado o un presente en continuo fluir: “viendo pasar al Sol por mi memoria”… “no se puede despintar al tiempo”… “han quedado grabados/en madera de tiempo”…Como estas líneas no pretenden ser una “crítica”, dejo a los críticos posibles la oportunidad de detenerse en temas tales como la reflexión sobre poesía –explícita en algún texto—o en notas tan interesantes como ese vocabulario, rico en términos auténticamente “populares”. Que ellos –los críticos posibles—y, sobre todo, los lectores de poesía, descubran por su cuenta la que hoy entrega Julie Sopetrán.

Aurora de Albornoz

. . .

La luz del ocaso ilumina mi alma


LIENZO

¿No te he contado nunca
que arriba sobre el cerro
hay un estanque de agua?
Ahora en invierno es tela
donde dibujo el llanto:
pañuelo transparente,
aceitunado,
que envuelve en sus encajes
este dolor de soledad que espanta.
En estas tardes lóbregas
cuando el sueño se pierde en red de pájaros
subo con mis pinturas
y en la tela de cáñamo y de charca
emborrono mi espíritu
y perdida entre el musgo
viendo pasar el Sol por mi memoria
espero a que florezca el firmamento
para mostrar al hacedor mi sarga.

PINCELES

Son mangos de madera
que están pintando luz
y cielo y fuego y mar.
Son árboles plantados a destiempo
que crecieron rebeldes
tan sólo por vivir de su hermosura.
Son cipreses esbeltos
describiendo la vida en bodegón.
Son cedros resaltando
lo agradable y lo bello.
Son acacias buscando blanco y rosa.
Son robles duros describiendo estepas.
Son abetos pintando horizontal
el sueño de mi barro.
Son chopos amarillos
plasmando los relieves.
Son olmos envolviendo entre sus brazos
el surco quebrajoso.
Son álamos gigantes
definiendo la gama
del impacto que logran los matices.

PALETA

Mil colores sin luz se han derretido
en el hielo manchado de mi aljibe,
cetrinos montes, herbazales secos,
marrones mantas, amarillas vegas,
lomas de cera, grises,
azul marino en cerro
y un malva oscuro recostado en alma
de montaña apacible.
Campo de hornada luz iridiscente,
Sol libando agua dulce
mezcla de palpitar y de tiniebla,
fusión vertida en ondulado lecho
leche de Sol amamantando brisa
en mis labios saciados
y el color de la tarde
en dádiva amorosa
acumulado en beso de silencio
se desborda en besanas
hasta pintar de corazón las horas.

Julie Sopetrán


http://eltiempohabitado.wordpress.com/silvas-de-mi-selva-en-ocaso/

http://arboldedianaenelespejo.blogspot.com/2010/08/las-parcelas-que-vimos-la-otra-tarde.html

sábado, 14 de agosto de 2010

Acaso irreparable (cuento) - Mario Benedetti



ACASO IRREPARABLE

Cuando sonó el teléfono, su brazo tanteó unos segundos antes de hallar el tubo. Una voz en inglés dijo que eran las ocho y buenos días y que los pasajeros correspondientes al vuelo 914 de LCA serían recogidos en la puerta del Hotel a las 9 y 30, ya que la salida del avión estaba anunciada "en principio" para las 11 y 30. Había tiempo, pues, para bañarse y desayunar. Le molestó tener que usar, después de la ducha, la misma ropa interior que traía puesta desde Montevideo. Mientras se afeitaba, estuvo pensando cómo se las arreglaría para intercalar el resto de la semana las entrevistas no cumplidas. "Hoy es martes 5", se dijo. Llegó a la conclusión de que no tenía más remedio que establecer un orden de prioridades. Así lo hizo. Recordó las últimas intrucciones del Presidente del Directorio ("no se olvide, Rivera, que su próximo ascenso depende de cómo le vaya en su conversación con la gente de Sapex") y decidió que postergaría varias entrevistas secundarias para poder dedicar íntregramente la tarde del miércoles a los cordiales mercaderes de Sapex, quienes, a la noche, quizá lo llevarían a aquel cabarete cuyo strip-tease tanto había impresionado, dos años atrás, al flaco Pereyra.

Nevaba cuando el ómnibus los dejó frente al Hotel. Pensó que era la segunda vez que veía nieve. La otra había sido en Nueva York, en un repentino viaje que debió realizar (al igual que éste, por cuenta de la Sociedad Anónima) hacía casi tres años. El frío de dieciocho bajo cero, que primero arremetió contra sus orejas y luego lo sacudió en un escalofrío integral, le hizo añorar la bufanda azul que había dejado en el avión. Menos mal que las puertas de cristal se abrieron antes de que él las tocara, y de inmediato una ola de calor lo reconfortó. Pensó que en ese momento le gubiera gustado tener cerca a Clara, su mujer, y a Eduardo, su hijo de cinco años. Después de todo, era un hombre de hogar.

En el restorán, vio que había mesas para dos, para cuatro y para seis. Él eligió una para dos, con la secreta esperanza de comer solo y así poder leer con tranquilidad. Pero simultáneamente otro pasajero le preguntó: "¿Me permite?", y casi sin esperar respuesta se acomodó en el lugar libre.

El intruso era argentino y tenía un irrefrenable miedo a los aviones. "Hay quienes tienen sus amuletos", dijo, "sé de un amigo que no sube a un avión si no lleva consigo cierto llavero con una turquesa. Sé de otro que viaja siempre con una vieja edición de Martín Fierro. Yo mismo llevo conmigo, aquí están, ¿las ve?, dos moneditas japonesas que compré, no se ría, en el Barrio Chino de San Francisco. Pero a mí no hay amuleto que me serene de veras."

Rivera empezó contestando con monosílabos y leves gruñidos, pero a los diez minutos ya había renunciado a su lectura y estaba hablando de sus propios amuletos. "Mire, mi superstición acaba de sufrir la peor de las derrotas. Siempre llevaba esta Sheaffer´s pero sin tinta, y había una doble razón: por un lado no corría el riesgo de que me manchara el traje, y, por otro, presentía que no me iba a pasar nada en ningún vuelo mientras la llevara así, vacía. Pero en este viaje me olvidé de quitarle la tinta, y ya ve, pese a todo estoy vivo y coleando." Le pareció que el otro lo miraba sin excesiva complicidad, y entonces se sintió obligado a agregar: "La verdad es que en el fondo soy un fatalista. Si a uno le llega la hora, da lo mismo un Boeing que la puntual maceta que se derrumba sobre uno desde un séptimo piso." "Sí", dijo el otro, "pero así y todo, prefiero la maceta. Puede darse el caso de que uno quede idiota, pero vivo".

El argentino no terminó el postre ("¿quién dijo que en Europa saben hacer el mousse de chocolate?") y se retiró a su habitación. Rivera ya no estaba en disposición de leer y encendió un cigarrillo mientras dejaba que se asentara el café a la turca. Se quedó todavía un rato en el comedor, pero cuando vio que las mesea iban quedando vacías, se levantó rápidamente para no quedar último y se fue a su pieza, en el segundo piso. El pijama estaba en la valija, que había quedado en el avión, así que se acostó en calzoncillos. Leyó un buen rato, pero Agatha Christie despejó su enigma mucho antes de que a él le viniera el sueño. Como señalahojas usaba una foto de su hijo. Desde una lejana duna de El Pinar, con un baldecito en la mano y mostrando el ombligo, Eduardo sonreía, y él, contagiado, también sonrió. Después apagó la veladora y encedió la radio, pero la enfática voz hablaba una lengua endiablada, así que también la apagó.

Desayunó sin compañía, y a las nueve y media, exactamente, el ómnibus se detuvo frente al Hotel. Nevaba aun más intensamente que la víspera, y en la calle el frío era casi insoportable. En el aeropuerto, se acercó a uno de los amplios ventanales y miró, no sin resentimiento, cómo el avión de LCA era atendido por toda una cuadrilla de hombres en mameluco gris. Eran las doce y quince cuando la voz del parlante anunció que el vuelo 914 de LCA sufría una nueva postergación, probablemente de tres horas, y que la Compañía proporcionaría vales a sus pasajeros para almorzar en el restorán del aeropuerto.

Rivera sintió que lo invadía un vaho de escepticismo. Como siempre que se ponía nervioso, eructó dos veces seguidas y registró una extraña presión en las mandíbulas. Luego fue a hacer cola frente al mostrador de LCA. A las 15 y 30, la voz agorera dijo, con envidiable calma, que "debido a desperfectos técnicos, LCA había resuelto postergar su vuelo 914 hasta mañana, a las 12 y 30". Por primera vez, se escuchó un murmullo, de entonación algo agresiva. El adiestrado oído de Rivera registró palabras como "intolerable", "una vergüenza", "qué falta de consideración". Varios niños comenzaron a llorar y uno de los llantos fue bruscamente cortado por una bofetada histérica. El argentino miró desde lejos a Rivera y movió la cabeza y los labios, como dicendo: "¿Qué me cuenta?" Una mujer, a su izquierda, comentó sin esperanza: "Si por lo menos nos devolvieran el equipaje."

Rivera sintió que la indignación le subía a la garganta cuando el parlante anunció que en mostrador de LCA el personal estaba entregando vales para la cena, la habitación y el desayuno, todo por gentileza de la Compañía. La pobre muchacha que proporcionaba los vales, debía sostener una estúpida e inútil discusión con cada uno de los pasajeros. Rivera consideró más digno recibir el vale con una sonrisa de irónico menosprecio. Le pareció que, con una ojeada fugaz, la muchacha agradecía su discreto estilo de represalía.

En esta ocasión, Rivera llegó a la conclusión de que su odio se había vuelto comunicativo y se sentó a cenar en una mesa de cuatro. "Fusilarlos es poco", dijo, en plena masticación, una señora de tímida y algo ladeada peluca. El caballero que Rivera tenía enfrente, abrió lentamente el pañuelo para sonarse; luego tomó la servilleta y se limpió el bigote. "Yo creo que podrían transferirnos a otra compañía", insistió la señora. "Somos demasiada gente", dijo el hombre del pañuelo y la servilleta. Rivera aventuró una opinión marginal: "Es el inconveniente de volar en invierno", pero de inmediato se dio cuenta de que se había salido de la hipótesis del trabajo. A ella, por supuesto, se le hizo agua la boca: "que yo sepa, la Compañía no ha hecho ninguna referencia la mal tiempo. ¿Acaso usted no cree que se trata de una falla mecánica?" Por primera vez se escuchó la voz (ronca, con fuerte acento germánico) del cuarto comensal: "Una de las azafatas explicó que se trataba de un inconveniente en el aparato de radio." "Bueno", admitió Rivera, "si es así, la demora parece explicable, ¿no?"



Allá, en el otro extremo del restorán, el argentino hacía grandes gestos, que Rivera interpretó como progresivamente insultantes para la Compañía. Después del café, Rivera fue a sentarse frente a los ascensores. En el salón del séptimo piso debía haber alguna reunión con baile, ya que de la calle entraba mucha gente. Después de dejar en el guardarropa todo un cargamento de abrigos, sombreros y bufandas, esperaban el ascensor unos jovencitos elegantemente vestidos de oscuro y unas muchachas muy frescas y vistosas. A veces bajaban otras parejas por la escalera hablando y riendo, y Rivera lamentaba no saber qué broma estarían festejando. De pronto se sintió estúpidamente solo, con ganas de que alguna de aquellas parejitas se le acercara a pedirle fuego, o a tomarle el pelo, o a hacerle una pregunta absurda en ese imposible idioma que al parecer tenía (¿quién lo hubiera creído?) sitio para el humor. Pero nadie se detuvo siquiera a mirarlo. Todos estaban demasiado entretenidos en su propio lenguaje cifrado, en su particular y alegre distensión.

Deprimido y molesto consigo mismo, Rivera subió a su habitación, que esta vez estaba en el octavo piso. Se desnudó, se metió en la cama, y preparó un papel para rehacer el programa de entrevistas. Anotó tres nombres: Kornfeld, Brunell, Fried. Quiso anotar el cuarto y no pudo. Se le había borrado por completo. Sólo recordó que empezaba con E. Le fastidió tanto esa repentina laguna que decidió apagar la luz y trató de dormirse. Durante largo rato estuvo convencido de que ésta iba a ser una de esas nefastas noches de insomnio que años atrás habían sido su tormento. Una segunda Agatha Christie había quedado en el avión. Estuvo un rato pensando en su hijo, y de pronto, con cierto estupor, adivirtó que hacía por lo menos veinticuatro horas que no se acordaba de su mujer. Cerró los ojos para imponerse el sueño. Hubiera jurado que sólo habían pasado tres minutos cuando, seis horas después, sonó el teléfono y alguien le anunció, siempre en inglés, que el ómnibus los recogería a las 12 y 15 para llevarlos al aeropuerto. Le daba tanta rabia no poder cambiarse de ropa interior, que decidió no bañarse. Incluso tuvo que hacer un esfuerzo para lavarse los dientes. En cambio, tomó el desayuno alegramente. Sintió un placer extraño, totalmente desconocido para él, cuando sacó del bolsillo el vale de la Compañía y lo dejó bajo la azucarera floreada.

En el aeropuerto, después de almorzar por cuenta de LCA, se sentó en un amplio sofá que, como estaba junto a la entrada de los lavabos, nadie se decidía a ocupar. De pronto se dio cuenta de que una niña (rubia, cinco años, pecosa, con muñeca) se había detenido jutno a él y lo miraba. "¿Cómo te llamas?", preguntó ella en un alemán deliciosamente rudimentario. Rivera decidió presentarse como Sergio era lo mismo que nada, y entonces inventó: "Karl." "Ah", dijo ella, "yo me llamo Gertrud". Rivera retribuyó atenciones: "¿Y tu muñeca?" "Ella se llama Lotte", dijo Gertrud.

Otra niña (también rubia, tal vez cuatro años, asimismo con muñeca) se había acercado. Preguntó en francés a la alemancita: "¿Tu muñeca cierra los ojos?" Rivera tradujo la pregunta al alemán, y luego la correspondiente respuesta en francés. Sí, Lotte cerraba los ojos. Pronto pudo saberse que la francesita se llamaba Madeleine, y su muñeca, Yvette. Rivera tuvo que explicarle concienzudamente a Gertrud que Yvette cerraba los ojos y además decía mamá. La conversación tocó luego temas variados como el chocolate, los payasos y los sendos papás. Rivera trabajó un cuarto de hora como intérprete simultáneo, pero las dos crituras no le daban ninguna importancia. Mentalmente, comparó a las rubiecitas con su hijo y reconoció objetivamente que Eduardo no salía malparado. Respiró satisfecho.



De pronto Madeleine extendió su mano hacia Gertrud, y ésta, como primera reacción, retiró la suya. Luego pareció relfexionar y la entregó. Los ojos azules de la alemancita brillaron, y Madeleine dio un gritito de satisfacción. Evidentemente, de ahora en adelante ya no hacía falta ningún intérprete, y las dueñas de Lotte e Ivette se alejaron, tomadas de la mano sin despedirse siquiera de quien tanto había hecho por ellas.

"LCA informa", anunció la voz del parlante menos suave que la víspera pero creando de todos modos un silencio cargado de expectativas, "que no habiendo podido solucionar aún los desperfectos técnicos, ha resuelto cancerla su vuelo 914 hasta mañana, en hora a determinar".

Rivera se sorprendió a sí mismo corriendo hacia el mostrador para conseguir un buen lugar en la cola de los aspirantes a vales de cena, habitación y desayuno. No obstante, debió conformarse con un octavo puesto. Cuando la empleada de la Compañía le extendió el ya conocido papelito, Rivera tuvo la sensación de que había logrado un avance, tal vez algo parecido a un ascenso en la Sociedad Anónima, o a un examen salvado, o a la simple certidumbre del abrigo, la protección, la seguridad.

Estaba terminando de cenar en el hotel de siempre (una cena que había incluido una estupenda crema de espárragos, más Wienerschnitzel, más fresas con crema, todo ello acompañado por la mejor cerveza de que tenía memoria) cuando advirtió que su alegría era decididamente inexplicable. Otras veinticuatro horas de atraso significaban lisa y llanamente la eliminación de varias entrevistas y, en consecuencia, de otros tantos acuerdos. Conversó un rato con el argentino de la primera noche, pero para éste no había otro tema que el peligro peronista. La cuestión no era para Rivera demasiado apasionante, de modo que alegó una inexplicable fatiga y ser retiró a su pieza, ahora en el quinto.

Cuando quiso reorganizar la nómina de entrevistas a cumplir, se encontró con que se acordaba solamente de dos nombres: Fried y Brunell. Esta vez el olvido le causó tanta gracia que la solitaria carcajada sacudió la cama y le extrañó que en la habitación vecina nadie reclamara silencio. Se tranquilizó pensando que en algún lugar de la valija que estaba en el avión, había una libretita con todos los nombres, direcciones y teléfonos. Se dio vuelta bajo aquellas extrañas sábanas con botones y acolchado, y experimentó un bienestar semejante a cuando era niño y, después de una jornada invernal, se arrollaba bajo las frazadas. Antes de dormirse, se detuvo un instante en la imagen de Eduardo (inmovilizada en la foto de las dunas, con el baldecito en la mano) pero la creciente modorra le impidió advertir que no se acordaba de Clara.

A la mañana siguiente, miró casi con cariño su muda ya francamente sucia, por lo menos en los bordes del calzoncillo y en los tirantes de la camiseta. Se lavó tímidamente los ojos, pero casi en seguida tomó la atrevida decisión de no cepillarse los dientes. Volvió a meterse en la cama hasta que el teléfono dio su cotidiano alerta. Luego, mientras se vestía, consagró cinco minutos a reconocer la bondad de la Compañía que financiaba tan generosamente la involuntaria demora de sus pasajeros. "Siempre viajaré por LCA", murmuró en voz alta, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por esa razón tuvo que cerrarlos y cuando los abrió, lo primero que distinguió fue el almanaque en el que no había reparado. En vez de jueves 7, marcaba miércoles 11. Saco la cuenta con los dedos, y decidió que esa hoja debía pertenecer a otro mes, o a otro año. En ese momento opinó mal de la rutina burocrática en los estados socialistas. Luego se levantó, desayunó, tomó el ómnibus.

Esta vez sí había agitación en el aeropuerto. Dos matrimonios, uno chileno y otro español, protestaban ruidosamente por las sucesivas demoras y sostenían que, desde el momento que ellos viajaban con un niño y una niña respectivamente, ambos de pocos meses, la Compañía debería ocuparse de conseguirles los pañales pertinentes, o en su defecto facilitarles las valijas que seguían en el avión inmóvil. La empleada que atendía el mostrador de LCA se limitaba a responder, con una monotonía predominantemente defensiva, que las autoridades de la Compañía tratarían de solucionar, dentro de lo posible, los problemas particulares que originaba la involuntaria demora.

Involuntaria demora. Demora involuntaria. Sergio escuchó esas dos palabras y se sintió renacer. Quizá era eso lo que siempre había buscado en su vida (que había sido todo lo contrario: urgencia involuntaria, prisa deliberada, apuro, siempre apuro). Recorrió con la vista los letreros del aeropuerto en lenguas varias: Sortie, Arrivals, Ausgang, Douane, Departures, Cambio, Harren, Change, Ladies, Verboten, Transit, Snack Bar. Algo así como su hogar.

De vez en cuadno una voz, siempre femenina, anunciaba la llegada de un avión, la partida de otro. Nunca, por supuesto, del vuelo 914 de LCA, cuyo paralizado, invicto avión, seguía en la pista, cada vez más rodeado de mecánicos en overalls, largas mangueras, jeeps que iban y venían trayendo o llevando nuevos operarios, o tornillos, u órdenes.

"Sabotaje, esto es sabotaje", pasó diciendo un italiano enorme que viajaba en primera. Rivera tomó sus precauciones y se acercó al mostrador de LCA. De ese modo, cuando el parlante anunciara la nueva demora involuntaria, él estaría en el primer sitio para recoger el vale correspondiente a cena, habitación y desayuno.

Gertrud y Madeleine pasaron junto a Rivera, tomadas de la mano y ya sin muñecas. Las chiquillas (¿serían las mismas, u otras muy semejantes?, estas rubiecitas europeas son todas iguales) parecían tan conformes como él con la demora involuntaria Rivera pensó que ya no habría ninguna entrevista, ni siquiera con la gente de ¿cómo era? Se probó a sí mismo tratando de recordar algún nombre, uno solo, y se entusiasmó como nunca cuando verificó que ya no recordaba ninguno.

También esta vez se encontró con un almanaque frente a él, pero la fecha que marcaba (lunes 7) era tan descabellada, que decidió no darle importancia. Fue precisamente en ese instante que entraron en el vasto hall del aeropuerto todos los pasajerosn de un avión recién llegado. Rivera vio al muchacho, y sintió que lo envolvía una sensación de antiguo y conocido afecto. Sin embargo, el adolescente pasó junto a él, sin mirarlo siquiera. Venía conversando con una chica de pantalones de pana verde y botitas negras. El muchacho fue hasta el mostrador y trajo dos jugos de naranja. Rivera, como hipnotizado, se sentó en un sofá vecino.

"Dice mi hermano que aquí estaremos más o menos una hora", dijo la chica. Él se limpió los labios con el pañuelo. "Estoy deseando llegar." "Yo también", dijo ella. "A ver si escribís. Quién te dice, a lo mejor nos vemos. Después de todo, estaremos cerca." "Vamos a anotar ahora mismo las direcciones", dijo ella.

El muchacho empuñó un bolígrafo, y ella abrió una libretita roja. A dos metros escasos de la pareja, Sergio Rivera estaba inmóvil, con los labios apretados.

"Anotá", dijo la muchacha, "María Elena Suárez, Koenigstrasse 21, Nurember. ¿Y vos?" "Eduardo Rivera, Lagergasse 9, Viena III." "¿Y cuánto tiempo vas a estar?" "Por ahora, un año", dijo él. "Qué feliz, che. ¿Y tu viejo no protesta?"

El muchacho empezó a decir algo. Desde su sitio no pudo entender las palabas porque en ese preciso intante el parlante (la misma voz femenina de siempre, aunque ahora extrañamente cascada) informaba: "LCA comunica que, en razón de desperfectos técnicos, ha resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en hora por determinar."

Sólo cuando el anuncio llegó a su término, la voz del adolescente fue otra vez audible para Sergio: "Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años. ¿sabés?, en un accidente de aviación."

http://redescolar.ilce.edu.mx/redescolar/memorias/entrale_autor/cuentos/benedetti.htm


Una invitacion a compartir y comprender mediante la imagimnación y la pluma de nuestro Paladín

miércoles, 11 de agosto de 2010

DEFENSA DE LA ALEGRÍA


Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas

defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos

defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias

defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres

defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa

defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría.
Mario BENEDETTI

Reseña Biográfica
Poeta y novelista uruguayo nacido en 1920 en Paso de Los Toros.
Recibió la formación primaria y secundaria en Montevideo y a los dieciocho años se trasladó a Buenos Aires
donde residió por varios años. En 1945 formó parte del famoso semanario «Marcha» donde se formó como periodista, colaborando allí hasta 1974.
Ocupó el cargo de director del Departamento de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de Montevideo.
Desde 1983 se radicó en España donde permanece la mayor parte del año. Obtuvo el VIII Premio Reina Sofía de Poesía y recibió el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Alicante.
Su vasta producción literaria abarca todos los géneros, incluyendo famosas letras de canciones, cuentos y ensayos, traducidos en su mayoría a varios idiomas.
De su extensa obra se encuentran entre otros, la novela «Gracias por el fuego», «El olvido está lleno de memoria», y los poemarios, «Inventario Uno» e «Inventario Dos».
Falleció en Montevideo en mayo de 2009.

http://aomaraluz.blogspot.com/

viernes, 6 de agosto de 2010

Entre siempre y jamás


robert doisneau- les pieds au mur


Entre siempre y jamás
el rumbo el mundo oscilan
y ya que amor y odio
nos vuelven categóricos
pongamos etiquetas
de rutina y tanteo

-jamás volveré a verte
-unidos para siempre
-no morirán jamás
-siempre y cuando me admitan
-jamás de los jamases
-(y hasta la fe dialéctica
de) por siempre jamás
-etcétera etcétera

de acuerdo
pero en tanto
que un siempre abre un futuro
y un jamás se hace un abismo
mi siempre puede ser
jamás de otros tantos

siempre es una meseta
con borde con final
jamás es una oscura
caverna de imposibles
y sin embargo a veces
nos ayuda un indicio

que cada siempre lleva
su hueso de jamás
que los jamases tienen
arrebatos de siempres

así
incansablemente
insobornablemente
entre siempre y jamás
fluye la vida insomne
pasan los grandes ojos
abiertos de la vida.

Mario Benedetti

domingo, 1 de agosto de 2010

Sirena

http://nuestroarteamigos.ning.com/photo/en-la-playa?context=user


Tengo la convicción de que no existes
y sin embargo te oigo cada noche
te invento a veces con mi vanidad
o mi desolación o mi modorra
del infinito mar viene su asombro
lo escucho como un salmo y pese a todo
tan convencido estoy de que no existes
que te aguardo en mi sueño para luego.

Mario Benedetti