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" ..pero tampoco creas a pie juntillas todo/no creas nunca creas este falso abandono/
estaré donde menos lo esperes/por ejemplo en un árbol añoso de oscuros cabeceos/
estaré en un lejano horizonte sin horas.."


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domingo, 20 de septiembre de 2009

ciudades


Imagen tomada de la red: Montevideo.

La geografía poética urbana de Benedetti está muy alejada de la tradición vanguardista que se sentía fascinada por la técnica y veía a la ciudad como su paradigma, con sus rascacielos de cristal y los veloces automóviles recorriendo autopistas urbanas, como la imaginaron Le Corbusier e Hilberseimer entre otros. La ciudad de Benedetti está en la tradición de la geografía literaria de Borges, Guillén, Aleixandre, Pessoa, quienes recuperan poéticamente una ciudad que todavía no ha visto disuelto su espacio, donde su escala urbana hace posible reconocer y reconocerse, donde es posible soñar y ser solidario, en fin, donde el pasado y el presente conviven sin sobresaltos. Esta ciudad tiene en la calle su lugar por excelencia donde la forma espacial, la forma social, y la forma emocional se funden.
Uno de los poetas que sintieron la atracción y energía poética de la calle fue un autor argentino, Baldomero Fernández Moreno, que escribió un precursor libro de poemas urbanos titulado Ciudad:

La calle me llama
y obedeceré...
Cuando pongo en ella
los ligeros pies
me lleno de rimas
sin saber por qué...

Una Antología de Fernández Moreno fue una de las lecturas del joven Benedetti en su estancia laboral en Buenos Aires. En él leería versos como estos: «Pesa de nuevo la ciudad enorme / sobre la débil tabla de mi pecho».

¿Orientaría este gran poeta menor la mirada poética de Benedetti hacia la ciudad? A mí me gusta pensar que sí, y efectivamente muchos años después de esta primera visita a esta ciudad dedicaría un recuerdo al poeta argentino en el poema «Plaza de San Martín».
Benedetti, en 1948, escribió su hermoso poema «Elegir un paisaje» donde la calle se aparece en su memoria como el espacio de la ciudad de su adolescencia, reconstruyéndola con lenguaje poético, haciéndola eterna. En esta calle los recuerdos emocionales «las piernas que arrastran a mis ojos / lejos de la ecuación de dos incógnitas», se entremezclan con la realidad objetual. Los balcones, el ruido de las bocinas y los árboles que, como veremos en la ciudad del exilio, será un signo de su Montevideo del recuerdo. Este poema termina así:

Ah si pudiera elegir mi paisaje
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles


El atardecer, como momento de la mirada del poeta sobre la calle, se puede también encontrar en Borges, Guillén o Pessoa. El primero decía en Inquisiciones que la mejor luz para mirar una ciudad era el del crepúsculo, donde en el «conflicto de la visualidad y la sombra» recobran «su sentir humano las calles». En el poema «Viviendo», de Guillén, aparece un hermoso ocaso en la ciudad; y en el Libro del desasosiego, de Pessoa -Bernardo Soares- uno de los escasos momentos de sosiego de esa obra tiene por escenario una plazuela de Lisboa al atardecer.
La construcción poética de la ciudad, en los años anteriores al exilio, sigue ciñéndose a la memoria de sus años infantiles y adolescentes. En «Dactilógrafo» (1955) estos recuerdos se desgranan entre las líneas de una carta comercial que está escribiendo en su trabajo rutinario frente al que aparece como contrapunto su Montevideo del recuerdo:

Montevideo era verde en mi infancia
absolutamente verde y con tranvías
y qué optimismo tener la ventanilla
sentirse dueño de la calle que baja
jugar con los números de las puertas cerradas
y apostar consigo mismo en términos severos...

Aquí aparece, de nuevo, la calle, ahora recorrida desde el tranvía -otro protagonista urbano que luego aparecerá en su ciudad del exilio- y se sentía su dueño. El sentimiento de posesión caracteriza la relación intensa que se produce cuando el ciudadano se reconoce y reconoce el lugar urbano. El lugar no existe en cualquier parte de la ciudad, sólo en aquellas en que el espacio ha sido humanizado por un trazado, una escala y una escena urbana, a la que se une la experiencia y la memoria del ciudadano que lo mira. Esa es la enseñanza que el urbanista constructor y reformador de ciudades puede encontrar en las geografías literarias: el sentido del lugar. Y el sentido del lugar no se crea, se construye a lo largo del tiempo por una misteriosa fusión entre lo construido; las vivencias ciudadanas, más lo único natural que tiene la ciudad, el aire, la luz y el cielo. El lugar urbano no existe, sólo está presente en la memoria y en la imaginación. Una geografía literaria es una creación de lugares. En ellos la calle como lugar sólo existe en el alma, no tiene dimensión física, sólo emocional.
Finalmente, en esta parte dedicada a la geografía literaria de Benedetti, anterior al exilio, habría que decir algo de Montevideanos (1959). Esta obra es para la ciudad de Montevideo, lo que es el Dublín de Joyce en Dublineses, obras donde la dimensión física de la ciudad queda en un segundo plano, y esta corta investigación sigue las huellas de la ciudad cuya escena urbana es protagonista o inductora del discurso poético o literario.

En 1973, tras el golpe militar, Benedetti se exilia, primero a Argentina, y posteriormente a otros países americanos y europeos. No regresará hasta 1985.
A la mirada sobre Montevideo a través del tiempo en sus poemas anteriores al golpe, se une ahora la distancia real de la separación forzosa. Y su ciudad se convierte en la «ciudad en que no existo» como escribiría con desasosiego, Benedetti pierde su ciudad forzado por la violencia golpista, y como él muchos otros de sus ciudadanos, que la perderían para siempre.
El poeta exiliado funda una ciudad, creándola a partir de sus recuerdos para seguir viviendo en ella. En «Fundación del Recuerdo» (1973/74) dice que «No es exactamente como fundar una ciudad», pero más adelante, en el mismo poema, afirma que un recuerdo puede tener calles y árboles y «plazas de sol con puños en el aire».
Todo el entramado de ilusión, fantasía, y deseo de no olvidar su ciudad está en el sobrecogedor relato que abre Geografías, que aunque se lea cien veces nunca deja de conmover. Dos exiliados se dedican a un juego en que uno de ellos pregunta sobre un detalle urbano de Montevideo y el otro tiene que describirlo lo más exhaustivamente que pueda recordar. El relato nos da una descripción panorámica de la ciudad, como una imagen filmada desde el aire. Desfilan monumentos, plazas, estadios de fútbol, paradas de transporte público, y de pronto como en un zoom ven -vemos- a una mujer, Delia, que espera la luz verde en un paso de peatones, y que es recordada por el protagonista del relato por «su sonrisa que alegra la vida, no sólo la mía en particular sino la vida en general».
Y de pronto, el recuerdo se hace realidad, y Delia, la real, aparece en medio de la pareja de exiliados. Ha conseguido salir de Uruguay después de pasar algunos años en la cárcel, experiencia de la que elude hablar. Ellos le explican el juego de construir Montevideo con imágenes recordadas, «Ustedes no reconocerían la ciudad -les dice la mujer- Ese juego de las geografías los perderían los dos». Se quitan los árboles de las avenidas, -¿para que pasen más coches?-. Edificios y locales que ocupan un significado en la ciudad de sus recuerdos han desaparecido, y en su lugar hay ahora Bancos o Aparcamientos. Aquella dictadura era tan feroz que no sólo destrozaba o «desaparecía» a las gentes que le molestaba; al que se les escapaba al exilio, le destrozaban la ciudad, se la cambiaban, para aniquilarle su identidad y sus recuerdos.
Al final del relato el personaje narrador se queda a solas en su habitación con Delia, su antiguo amor, intenta recuperar la emoción de entonces, abrazándola, pero ella permanece inerte con la mirada perdida: «No puede ser... -dice- no hay regreso... Mi geografía también ha cambiado».
Nuestra memoria está prendida de rostros y de calles. Si los rostros desaparecen y la calle cambia, nuestra vida, construida sobre ese escenario humano y urbano, se convierte en un sueño brumoso. Baudelaire ante los cambios que se producían en la ciudad, decía que «pesan más que rocas mis mas caros recuerdos». Y Benedetti en el exilio cuando le llega la noticia de que los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio han desaparecido, desolado escribe: «Es a mí a quien han mutilado, me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas»:

dicen
que la avenida está sin árboles
y no soy yo para ponerlo en duda
¿acaso yo no estoy sin árboles
y sin memoria de esos árboles
que según dicen ya no están?

La ciudad, en el Benedetti de exilio, es una parte de sí mismo. Pero no sólo una ciudad hecha de espacios y objetos, sino que de ella forman parte también los seres humanos que la pueblan. Como en el poema «En la plaza» de V. Aleixandre, el personaje -alter-ego de Benedetti- de un relato corto de Geografías, se sumerge en la multitud de una plaza en la que reconoce y con la que se funde:

Su marco natural nunca había sido el paisaje sino el prójimo, con sus histerias y miserias, con sus enigmas y sorpresas... Así se había movido en los cauces políticos, sin la menor vocación de poder personal, sabiéndose mucho más fértil y un definitiva más útil en el codeo fraternal de la plaza repleta que en las tribunas de la retórica.

En su obra del exilio, para Benedetti, no hay más que una ciudad: Montevideo. Como el protagonista de «De puro distraído» que no reconocía las ciudades por las que pasaba salvo por detalles insignificantes. Sólo reconoce su ciudad cuando es detenido y va a ser torturado. El paisaje del terror sustituye al fraternal de sus recuerdos.


Gabriel Miró había escrito en Años y leguas que volver a un lugar es buscarnos de memoria a nosotros mismos, pero Benedetti ha consumido la memoria de su ciudad cuando regresa a Montevideo en 1985, tras el restablecimiento de las libertades. En su obra posterior al exilio, Montevideo se ha desvanecido como los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio.
La subjetividad domina intensamente la mirada de Benedetti sobre la ciudad del regreso:

dentro de algunas horas
me acercaré a tus muertos
ciudad muerta
latiré en tus latidos
ciudad viva
pisaré mis pisadas
ciudad huella

Soledad y tristeza infinita transmiten sus poemas urbanos del regreso. Como «Ciudad sola», en la que el protagonista es una paisaje urbano desolado en las últimas horas de la noche antes del amanecer.
Los recuerdos de su ciudad, a los que se aferraba en el exilio, son sustituidos por una geografía poética en la que sólo tiene cabida el amor como un salvavidas enmedio de un naufragio, un amor desesperado como en «Calle de Abrazados». En el poema «Cada ciudad puede ser otra» nos habla de la transformación de la ciudad a través de la mirada de los enamorados. Una ciudad nueva y tan diferente «como amorosos la recorren». Pero como dice en el preámbulo de ese poema Jaime Sabines, los amorosos son también los que abandonan y olvidan.
En uno de sus libros de poemas, donde vuelve a retomar una ciudad más vitalista donde los signos de identidad física reaparecen, es en el de inequívoco título: «Lugares» (1986). Allí rinde homenaje a la Plaza San Martín, en un poema del mismo título, a esa vieja plaza de Buenos Aires a la que también Borges dedicó un poema de juventud:

En este espacio cada uno es capaz
de zurcir sus vislumbres y tinieblas...


En «Pausa de agosto» dedicado al Madrid vacío en las vacaciones de verano, para el poeta la mejor época para recorrer esta ciudad, cuando los árboles y los pájaros recuperan su protagonismo:

Los árboles han vuelto a ser
protagonistas del aire gratuito
como antes
cuando los ecologistas
no eran todavía imprescindibles.

Fuente: Mario Benedetti (Inventario Cómplice)
José Ramón Navarro Vera (Universidad de Alicante)