.

" ..pero tampoco creas a pie juntillas todo/no creas nunca creas este falso abandono/
estaré donde menos lo esperes/por ejemplo en un árbol añoso de oscuros cabeceos/
estaré en un lejano horizonte sin horas.."


TMC http://tardesdemateycuentos.blogspot.com/
Grupo Virtual - Una manera distinta de compartir, una manera distinta de comprender



viernes, 25 de septiembre de 2009

Maternidad


Mujer, en un silencio
que me sabrá a ternura,
durante nueve lunas
crecerá tu cintura.
Y en el mes de la siega
tendrás color de espiga,
vestirás simplemente,
y andarás con fatiga.
El hueco de tu almohada,
tendrá un olor a nido,
y a vino derramado,
nuestro mantel tendido.
Si mi mano te toca,
tu voz, con la vergüenza,
se romperá en tu boca
lo mismo que una copa.
[El cielo de tus ojos
será un día nublado]. (*)
Tu cuerpo todo entero,
como un vaso rajado
que pierde un agua limpia.
Tu mirada, un rocío,
tu sonrisa, la sombra
de un pájaro en el río.
Y un día, un dulce día,
quizás un día de fiesta
para el hombre de pala,
y la mujer de cesta.
El día en que las madres
y las recién casadas
vienen por los caminos
a las misas cantadas.
El día que la moza
luce su cara fresca,
y el cargador no carga,
y el pescador no pesca.
[Tal vez el sol deslumbre.
Quizás la luna grata,
tenga catorce noches,
y espolvoree plata
sobre la paz del monte.
Tal vez en el villaje,
llueva calladamente]. (*)
Quizás yo esté de viaje.
Un día, un dulce día,
con manso sufrimiento,
te romperás cargada
como una rama al viento.
Y será el regocijo
de besarte las manos,
y de hallar en el hijo
tu misma frente simple,
tu boca, tu mirada,
y un poco de mis ojos,
un poco, casi nada.




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Este poema pertenece al libro "Gracia plena", de D. José Pedroni.
La versión recogida en este Blog de Lectura apareció en el disco de Jorge Cafrune titulado "Jorge Cafrune interpreta a José Pedroni".
Los (*) pertenecen a dicha versión.


Links:
http://tardesdemateycuentos.blogspot.com/2009/09/jose-pedroni.html


http://arboldedianaenelespejo.blogspot.com/2009/09/trilladora-poema-de-jose-pedroni.html

miércoles, 23 de septiembre de 2009

LO DEMAS ES SELVA

Cuento

Mario Benedetti
Una aguda mirada de Benedetti a la vida norteamericana - the American way of life -
en el cogollo mismo de la beat generation

1.



De un piso alto cayó algo sobre su cabeza, algo que quizá fueran brasas o excremento. No quiso averiguarlo. Se limpió como pudo con una hoja del Herald Tribune y en ese momento decidió dejar para más tarde su encuentro bautismal con la noche blanca de Times Square. Era imprescindible que regresara al hotel para darse la tercera ducha de la jornada.
Al día siguiente de haber llegado a Nueva York, un calor húmedo y ollinoso había envuelto a Orlando Farías. La camisa de nailon se había convertido en un cilindro de goma, permanentemente empapado, que apenas si le dejaba respirar.
En la Quinta Avenida y la calle 34, la gente frenaba una carrera bastante loca, nada más que porque el semáforo se empecinaba en el rojo. El propio Farías sufrió el contagio y contuvo su montevideana tendencia a la contravención. Durante la espera, contabilizó una gota que formaba una resbaladiza tangente de sudor a partir de su tetilla izquierda. Puteó en alta voz y, a su lado, una señora pecosa, rubia, cargada de paquetes, le sonrió afablemente, como si él sólo hubiera hecho un comentario sobre el tiempo.
Ya estaba a punto de sentir vergüenza, cuando la muchedumbre arrancó, sobrepasándolo. El semáforo marcaba verde. Farías pensó que semejante impulso era anacrónico o, por lo menos, anaestacional. Un arranque así correspondía a una temperatura de quince grados bajo cero, y no a este horno. Caminó lentamente, más lentamente que en cualquier otra ciudad en el mundo, sólo por resentimiento. En dos oportunidades se detuvo frente a vidrieras que liquidaban diminutas radios a galena, con una actualizada forma de misiles. Era el primer rostro de la ciudad recién inaugurada.

En el hotel lo esperaba un mensaje. Lo había llamado Mr. Clayton, en realidad T.H. Clayton. Farías conocía a Clayton desde 1956. En ese año, el crítico norteamericano había pasado quince horas en Montevideo y dos días en Punta del Este, en un meritorio intento de informarse sobre literatura y folklore locales. Farías recordaba la obsesión con que Clayton se había interesado en el merengue (lo llamaba «miringo»). Alguien le había hecho creer que ése era el baile típico del Cono Sur. Después había puesto tres sillas en hilera y se había tirado sobre ellas, mirando al techo y haciendo preguntas sobre call girls.
Hasta ahora, Farías se las había arreglado bastante bien con su inglés de lector. A veces se daba cuenta de que hablaba en el estilo del New Yorker, pero igual lo entendían. Comunicarse por teléfono era otro cantar. Mr. T. H. Clayton habló con su voz apretada y monótona, y él pudo distinguir algunas palabras sueltas como American Council, very glad y dinner ¿Lo estaría invitando a comer? Por las dudas, dijo que encantado, y tomó nota, con aparatosa fluidez, de una dirección que ya conocía.
Tenía poco tiempo. Subió al 407 y durante cinco minutos disfrutó del aire acondicionado. Después encendió la televisión y empezó a desnudarse.
Algo marchaba mal en aquel aparato. Un señor de lentes, que hablaba con la boca casi cerrada, en un perfecto estilo comisural, empezó a descender vertical e incesantemente. No había botón capaz de sujetarlo. Ya en pleno goce de la ducha alcanzó a entender que aquel pobre señor en perpetuo descenso se aferraba a una especie de estribillo: «And this is our reality»

2.

«Llámeme Ted, por favor», dijo Mr. T. H. Clayton. El tono era realmente amable. El gesto, en cambio, tenía la monolítica seriedad de un hombre que se aburre, pero que está orgulloso de su aburrimiento. Comparándolo con sus recuerdos de años atrás, Farías lo encontraba menos delgado y más ostensiblemente miope.
«El gran problema es llamarlo a usted por su nombre.» Trató, por vigésima vez de decir «Orlando», pero sólo le salió una especie de bocinazo, gutural e incoloro. «Creo que va a ser mejor que lo llame Orlie.»
Estaban en un basement-room de Greenwich Village, rodeados de libros, discos y botellas. En la ventana desfilaban piernas: con pantalones, desnudas, con zoquetes. Farías dedicó una mirada a la biblioteca y encontró que los lomos de los libros eran de colores mucho más vivos y brillantes que los de un anaquel rioplatense.
"Hoy vienen varios de los escritores nuevos, por eso quise que usted los conociera: Bradley, Cook, Blumenthal, Alippi. No todos son exactamente beatniks... «¿Larry Alippi?», preguntó Farías, «¿el de San Francisco?»
«Ese. ¿Conoce algo suyo?»
«Hace un tiempo leí More or less.»
«¿Le gusta?»
«No.»
»Es curioso. A los latinos no les gusta la poesía de Larry. En cambio, creo que a los americanos nos agrada precisamente porque...»
«Norteamericanos, dirá.»
«Claro, claro. Creo que a los norteamericanos nos agrada porque nos parece latina.»
«¿O porque Alippi es un nombre latino»
«¿No sé. No estoy seguro.»
«De Cook no conozco nada.»
«Terriblemente influído por Mailer. ¿Compró Advertisement for myself?»
«Todavía no.»
«Cómprelo. Cook tiene, por supuesto, un lenguaje original.»
En la ventana se había estacionado un par de piernas femeninas y sucias. Un chorrete de mugre no demasiado reciente singularizaba en cierto modo un tobillo vulgar. Uno de los pies a veces se replegaba y pisaba al otro. Si uno se olvidaba de que se trataba de algo tan común, podía hasta convencerse transitoriamente de que eran dos tímidos monstruos, con vida y móviles propios.
«¿Vio esto? Clayton le alcanzó un ejemplar de The New York Times. Había sido doblado en una página interior; un óvalo rojo cercaba un párrafo de una nota breve. Farías leyó que en la nueva edición del American College Dictionary sería incluida una definición de la Beat Generation. Repitió en voz alta: «Beat Generation: miembros de la generación que alcanzó la mayoría después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea, se unió en el común propósito de aflojar las tensiones sociales y sexuales, y abogó por la antirregimentación, la desafiliación mística y los valores de simplicidad material, suponiéndose que todo ello fue un resultado de la desilusión que trajo consigo la guerra fría.»
El rostro de Clayton se conservó impasible. Al cabo de unos segundos, se permitió una sonrisa que tenía un poco de burla y otro poco de satisfacción.
«Esto es casi como ingresar a la Academía», dijo Farías, con un tono provisorio.
«¿Sabe qué quiere decir eso de desafiliación mística?», preguntó Clayton, desentendiéndose de toda probable ironía.
«No exactamente», dijo Farías, cuya ignorancia en el rubro era completa.
«Es una de las tantas formas de dialecto conceptual usado por los beatniks y que sólo es comprendido por quienes están en el secreto.»
«Ah.»
«Desafiliación es un término usado en varios artículos que Lawrence Lipton escribió en The nation acerca de esta actitud de los nuevos intelectuales. Lipton colocó un epígrafe de John L. Lewis, que sólo decía: Nosotros nos desafiliamos.»
«Y... ¿de qué se desafilian?», preguntó Farías, sintiéndose terriblemente provinciano.
Pero sonó el timbre y Clayton tuvo que ir hasta la puerta. Eran dos mujeres y tres hombres. Antes de las presentaciones, una de las mujeres se quitó los zapatos. Después de las presentaciones, la otra mujer (más formal) también se los quitó.
«Ann, Joe, Tom, Bradley, Mary, John Blumenthal», había enumerado Clayton. Farías observó que los notables eran presentados con apellido. Le gustó la cara de Blumenthal. Un tipo muy joven, no más de veinticinco años. Lentes y barba. Sin bigote. Tenía, además, unos ojos de rara vivacidad, de los que no era posible desprenderse así nomás. Difícil saber si se trataba de un ingenuo, o de alguien dispuesto a estrangular a un niño con una sonrisa de beatitud.
Los demás llegaron todos a la vez, exactamente a la hora programada. «asquerosamente puntuales», pensó Farías. Eddie, un negro alto y con un cordoncito de barba marcándole la mandíbula, miraba a los demás como a través de un vidrio esmerilado. Todos, menos el negro y una pareja que estaba en el rincón, junto al estante de los NO japoneses, se habían sacado los zapatos. Dentro de los suyos, Farías movió maquinalmente los dedos. Si le llegaban a pedir que se los quitara, simplemente diría que no. No sabía por qué, pero en ese momento sentía que quedarse en calcetines era más indecente que quedarse en calzoncillos o sin ellos. «Esta es la pornografía del olor», pensó y no pudo menos que sonreír, imaginando cómo le habrían festejado el diagnóstico en la rueda del Sportman.
De pronto vio una caja de cigarrillos frente a sus ojos, un Chesterfield más salido que los otros, invitante. «No, gracias, no fumo», dijo al salir de su distracción. Blumenthal, el ofertante, bajó la mano y sonrió, comprensivo. «Perdón», murmuró, «lamentablemente, hoy no tengo marihuana».
Farías no dijo nada. En realidad, ahora no sabía si se sentía provinciano o feliz. No podía desengañarlo, eso era todo. Igual que si a él, mañana o pasado, alguien lo convenciera de que los yanquis no mastican chicles.
Larry Alippi, el de San Francisco, había llegado solo. Cualquier cosa, menos italiano. ¿Sería un seudónimo? Las manos le temblaban un poquito. Este si tenía marihuana. Era tal la consigna de anticelebridad, que Farías lo reconoció por la afectada indiferencia de los otros, de esos otros que sin embargo eran sus admiradores.

Pusieron un viejo disco de Bessie Smith, casi inaudible. Sólo el rasguido de la púa se oía a la perfección. Tres parejas bailaban, de a ratos. Farías nunca había asistido a una diversión tan desolada. Hello, Jack. Hello Mary, Hello, Orlie. Farías se sintió ridículo con ese nombre de aeropuerto. Sin el tuteo, era imposible comunicarse a fondo.
«Attention, please», dijo alguien, desde un sillón profundo y negro. Era el llamado universal de los trasatlánticos. Pero aquí era sólo una voz delgada, un hilo de voz. El alguien era un muchachito deshuesado y descarnado, algo así como un croquis de persona, con unas orejas puntiagudas como alitas y unas manos danzantes.
«¿Quién ha sentido esta semana el éxtasis natural?», dijo una gorda descalza, mientras se frotaba lánguidamente el tobillo peludo y varicoso.
«¡Yo!», dijo el etéreo Alguien del sillón. Farías conjeturó que aquello debía ser un diálogo preparado, una especie de libreto para visitantes extranjeros. «Yo sentí el éxtasis natural», siguió diciendo el Croquis, «fue el miércoles pasado, durante quince minutos».
Ahora Farías pudo decidirse. No. No se sentía feliz. Sólo provinciano. Experimentó, sin poderlo evitar, la tibia vergüenza de no haber sentido nunca el éxtasis natural. Después de todo ¿Qué sería? ¿Un nuevo modelo de cosquilla, una tos, una alergia inédita? Pensó en alguna lejana borrachera de la Aguada, pero decidió rápidamente que eso no podía ser.
No podía ser. No podía ser que ese contacto húmedo que estaba sintiendo en la nuca fuese una lengua. Giró lentamente, no tanto para evitar el derrame del asqueroso bourbon que tenía en el vaso, como para irse acostumbrando a lo que iba a encontrar. Después de todo, era una lengua. Su propietaria: una mujer flaca, alta, con intermitentes huellas de viruela o algo semejante. Debía andar por el décimo bourbon y Farías no tuvo inconveniente en suministrarle el undécimo. Un ventiladorcito que ahora estaba detrás suyo, le hizo sentir un frío desagradable en la región de la nuca que había quedado húmeda de saliva.
«Orlie», dijo la flaca, «después de dag Hjalmar Agne Carl Hammarskjold, debe ser el nombre más hermoso que he escuchado jamás. ¿Puedo besarlo?»
Farías sonrió, mecánicamente, no supo bien por qué, pero no dijo nada.
«No, en la boca no. Eso es muy square. Detrás de la oreja. Así.»
Otra vez sintió aquella cosa húmeda, y otra vez el ventilador lo hizo estremecerse. La mujer se encogió como si quisiera guarecerse debajo de la oreja, y allí se quedó inmóvil. La mano que sostenía la copa se aflojó lentamente y se derramaron algunas gotas de bourbon sobre el cenicero egipcio. Clayton no se preocupaba más de él, pero enfrente, desde una silla Windsor, Larry Alippi sonreía con los ojos entornados. Farías se dio cuenta de que la mujer se había dormido. Tomó la copa, y la colocó junto al cenicero egipcio y se sintió obligado a cargar con la flaca. Le pasó una mano por debajo de los brazos, otra a la altura de los muslos, y la levantó en el mejor estilo de noche-de-bodas hollywoodense. Entonces se le ocurrió vengarse de la sonrisa de Alippi. Caminó hacia él y depositó la carga en sus rodillas. Tuvo la sensación de que se desafiliaba de aquella mujer. Pero Alippi siguió sonriendo, simplemente, por el costado del cigarrillo, empezó a cantar una ninnananna con la pronunciación de Anthony Franciosa.

Farías se alejó un poco, todo lo que era posible alejarse en aquel reducto, y se dejó caer en un sillón. Cerró los ojos. Sin abrirlos, extrajo el pañuelo y se limpió primero la nuca, después la oreja. Ahora que no veía, le llegaba una mezcla de voces, jazz, vasos rotos, ronquidos, y el tartajoso canto de Alippi. Durante diez o quince minutos tuvo la agradable sensación de que nadie lo miraba. Nadie, con una excepción. Sintió que la excepción estaba frente a él y abrió los ojos. Era Blumenthal.
«¿Está cansado?»
«Un poco. Debe ser el día en que he hablado y escuchado más inglés en toda mi vida. Si no se está acostumbrado, eso agota.»
«Sí», dijo Blumenthal y se quedó mirándolo. «Mientras usted estuvo semidormido, me dediqué a contemplar su bigote.»
«¿De veras?»
«¿Usted escribe solo cuentos? ¿O también escribe poemas?»
«¿Por qué?»
«Por nada.»
«No. Sólo escribo cuentos.»
«¡Qué lástima!<»
«¿Prefiere poemas?»
«Dije qué lástima, porque usted tendría que escribir un poema inspirado en su bigote.»
Farías se rió, pero no estaba seguro. Blumenthal se quedó serio.
«¿Me permite que le toque su bigote?, dijo, y ya alargaba índice y pulgar.
Farías le tomó con fuerza la muñeca. Entonces el otro hizo un gesto resignado, y bajó la mano.
Eran las dos y cuarto. Como inauguración, ya era suficiente. Vio que el tambaleante Clayton no estaba en condiciones de echarlo de menos. Se acercó a la puerta. Alippi se había dormido sobre su durmiente. Blumenthal, uno de los pocos que no estaban borrachos o dopados, le hizo un gesto con la mano, totalmente desprovisto de rencor. Salió al aire libre. Respiró, más aún, disfrutó respirando.
Empezó a caminar hacia la Avenida de las Américas y de pronto vio que alguien venía con él. Era Eddie, el negro grandote, uno de los tres que no se habían quitado los zapatos, el único quizás que le había dicho una cosa inteligente: «Ustedes los latinoamericanos siempre se interesan por el problema negro en los Estados Unidos y además simpatizan con nosotros. Yo me he preguntado por qué será. Y he llegado a la conclusión de que debe ser porque el Departamento de Estado a ustedes los trata como a negros.»
«¿Qué le parece todo esto?», preguntó ahora Eddie.
El negro tenía la expresión tranquila de alguien que ya está de vuelta del asombro. Caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada.
«¿Por qué lo hacen?», preguntó a su vez Farías.
«Oh, es difícil de explicar.»
«¿De veras es tan difícil?»
«Se niegan a mirar. Eso es todo. Huyen.»
«Pero... ¿De qué?»
Habían llegado a la Sexta Avenida. Eddie le hizo señas de que venía el omnibus. Farías le estrechó la mano. Después subió de un salto.
Desde la vereda llegó la voz del negro, más grave que de costumbre: «Llámele realidad, si quiere...»

3.

Desde Phoenix hasta Albuquerque hay una hora y media de vuelo. Los primeros treinta minutos los pasó hablando en inglés con su vecino de asiento. Era un gordito achatado, semicalvo, que sudaba copiosamente en cada pozo de aire. A Farías le llamó la atención lo bien que se entendía con él. Por fin un tipo que usaba un inglés sin giros inéditos, sin novedades idiomáticas. De pronto entró a sospechar. Contó las veces que el gordo usaba el verbo to get. Sólo una vez en tres minutos. Ese no era norteamericano. "¿Where are you from?», preguntó, receloso. «Ar-yen-ti-na», silabeó el gordito. «¿Desde cuándo Aryentina?», Protestó Farías, en estallante español, «¡y hace media hora que nos estamos jodiendo con este inglés de biógrafo!». El otro rió y le tendió la mano: «¿Montevideo?», «Montevideo», confirmó Farías. «Lo conocí por jodiendo. Ustedes lo emplean bastante más que nosotros.»

De allí en adelante el gordo se volvió imparable. Le contó su vida, le contó su beca, le contó su ruta. No. No se quedaba en Albuquerque (Farías respiró). Sólo media hora de espera para tomar otro avión hasta Dallas. Sus frases empezaban siempre a lo porteño: «Ustedes tienen la suerte de ser un país chico, casi insignificante, pero nosotros que, etc.», o también: «Felices de ustedes que tienen la lana, y pare de contar, en cambio, nosotros que tenemos la desgracia de ser uno de los países más ricos del mundo, etc.», o por último: «Y bueno, fiftyfifty, como dicen aquí, nosotros jugamos el mejor fútbol del mundo y ustedes ganan los campeonatos.» «Ganábamos», murmuró Farías con la cabeza vuelta al pasillo.

Para el gordo, Estados Unidos era un bluff. Con excepción de los puentes («y eso mismo, ¿qué importancia tiene?») todo en la Argentina era mejor. «No me hable de la comida, no me hable. El postre que usted come en Wyoming tiene el mismo gusto a material plástico que el que come en Washington, D.C.» Se veía a las claras que hacía muy poco se había enterado de que existía otro Washington, el «Evergreen State». «No me hable del baseball, no me hable. ¿Usted entiende esa porquería? Con decirle que prefiero el golf... ¡Cómo va a comparar eso con el fútbol rioplatense!» Farías entendió perfectamente que el término rioplatense era una concesión, una especie de deferencia de la Casa Central hacia la mejor atendida de sus sucursales.

Sobrevino otro pozo de aire. El argentino balbuceó: «Con-su-permi-so» y se inclinó violentamente sobre la bolsita de la TWA. Después se calló y cerró los ojos. Sólo durante quince minutos, porque las ruedas del DC-8 no tardaron en tocar la pista en Albuquerque.

«Mr. Olendou Feriess. Mr. Olendou Feriess. Required at the TWA counter.» A Farías siempre le costaba entender la voz de los parlantes, inclusive cuando éstos vociferaban en español. De modo que tuvieron que llamarlo cuatro o cinco veces. «Es a usted», dijo el argentino, que también había bajado para esperar su conexión.
Junto al mostrador de TWA había una mujer flaca, más aún, flaquísima, de unos sesenta o sesenta y cinco años, lentes con aro metálico y un sombrero horroroso, lleno de pinchos que salían hacia todos los puntos cardinales. «¿Mr. Farías?», preguntó. «Yo soy Miss Agnes Paine. Vengo a recibirlo a nombre de de las poetisas de Albuquerque.» Farías estrechó los huesos de aquella mano y tuvo la impresión de que podían quebrarse en el apretón. «Esperaremos un momento más», agregó Miss Paine, «va a venir también Miss Rose Folwell.» Farías averiguó si ella, Miss Paine, escribía poemas. «Sí, claro», dijo ella, y extrajo del bolso negro un volumen delgado, de tapas duras. «Es mi último libro—tengo tres—, son treinta y nueve poemas.» Farías leyó de una ojeada el sorprendente título: «Annihilation of Moon and carnival». «Gracias», dijo, «muchas gracias». Pero Miss paine ya agregaba: «En realidad, quien es verdaderamente importante es Miss Folwell.» «Ah...» «Sí, ella ha colaborado nada menos que en el Saturday Evening Post.» Farías pensó que todo era relativo; tirajes y primores tipográficos aparte, allí eso debería ser algo parecido a colaborar en Mundo Uruguayo.
«Allá viene», exclamó Miss Paine, súbitamente iluminada. En la escalera que comunicaba con el lobby, Farías pudo distinguir la figura de una viejecita increíblemente viejita (podía tener ochenta años, o ciento quince, daba lo mismo), lentamente temblorosa pero nada encorvada. Miss Paine y Farías se acercaron a ella. «Mr. Farías», presentó Miss Paine, «Miss Rose Folwell, destacada poetisa de Albuquerque, colaboradora del Saturday Evening Post.» Miss Folwell detuvo un momento su temblor y le dedicó su mejor sonrisa del siglo XIX. «Hagámosle probar comida mexicana», dijo Miss Folwell, dirigiéndose a Miss Paine, «Sí, claro» dijo la aquiescente colega.

Farías se encaminó lentamente hacia la salida, con sus dos valijas y sus dos viejitas. Desde el lobby, el argentino lo saludó con grandes ademanes y guiños descomunales. Farías supo desde ya cuál iba a ser la versión del gordo, al final de la beca: »Estos uruguayos son un caso. Allá en Estados Unidos conocí a uno que tenía el berretín de irse de farra con unas calandracas impresionantes.»

Dejaron las valijas en el hotel, le concedieron cinco minutos para que se lavara las manos y se peinara, y arrancaron nuevamente en el auto de Miss Paine hacia el restaurante mexicano. Fueron ellas (en realidad, Miss Folwell) quienes ordenaron la comida. Las mesas eran atendidas por unas indiecitas que hablaban español con acento inglés, e inglés con acento español.
Entonces dijo Miss Paine: »Rose, ¿por qué no le recita a Mr. Farías alguno de sus poemas?» «Oh, tal vez no sea el momento», dijo Miss Folwell. »Pero sí, cómo no», se sintió obligado a agregar Farías, »¿Cuál le parece más adecuado, Agnes?», preguntó Miss Folwell. «Todos son hermosos», y agregó dirigiéndose a Farías, con el tono de quien lo dice por primera vez: «Miss Folwell es colaboradora del Saturday Evening Post.» «Qué le parece Divine Serenade of the Navajo?» «Magnífico», aprobó Miss Paine, de modo que, antes de que llegara el primer plato, Miss Folwell recitó con su tono vacilante pero implacable las veinticinco estrofas de la divina serenata. Farías dijo que el poema le parecía interesante. El rostro arrugado de Miss Folwell conservó la impasibilidad con que había acompañado la última estrofa. Farías se sintió impulsado a agregar: «Muy interesante. Realmente interesante.»
Era evidente que Miss Folwell estaba más allá del Bien y del Mal. Farías se dio cuenta de que sus frases no eran demasiado originales, pero se sintió reconfortado al ver que Miss Folwell condescendía a sonreír.

«Hagámosle probar tequila a Mr Farías», dijo la colaboradora del Saturday Evening Post. Miss Paine llamó al la indiecita y ordenó tequila. Entonces Miss Folwell le dijo a Miss Paine: «Agnes, también usted tiene poemas hermosos. Dígale, por favor a Mr Farías, aquel que le publicaron en The Albuquerque Chronicle.» Farías comprendió que esta última referencia estaba destinada a él, a fin de que apreciara la enorme distancia que mediaba entre una poetisa que colaboraba en el Saturday Evening Post y otra que colaboraba en The Albuquerque Chronicle «¿Usted se refiere a Waiting for the Best pest?», preguntó inocentemente Miss paine. «Claro,a ese me refiero.», «Tal vez no sea el momento», dijo sonrojándose, la viejita más joven. « Pero sí, cómo no», intervino Farías, tomando conciencia de que su frase formaba parte de un diálogo cíclico.
Miss Paine comenzó el recitado en el preciso instante en que Farías se llevaba a la boca una especie de empanada mexicana y sentía que el picante le invadía la garganta, el esófago, el cerebro, la naríz, el corazón, su ser entero. «Tome un trago de tequila», bisbiseó comprensiva Miss Folwell, en tanto que Miss Paine rimaba muzzle con puzzle y troubles con bubbles. Luego, con gestos sumamente expresivos, Miss Folwell enseñó, sin pronunciar palabra, que el tequila se acompañaba con sal, poniendo unos granos en el dorso de la mano izquierda, entre el nacimiento del dedo índice y el pulgar, y recogiendo la sal con la punta de la lengua. «Me lo enseñaron en Oaxaca», volvió a murmurar Miss Folwell, mientras Miss paine terminaba por cuarta vez una estrofa con el estribillo: «Bits of pseudo here and there. A Farías le pareció que el tequila, sobre el picante, era fuego puro. Miss Paine dijo el estribillo por sétima y última vez. Farías quiso decir: «interesante», pero sólo pudo emitir una especie de gemido entrecortado. Tres cuartos de hora más tarde, tuvo conciencia de que las dos poetisas de Albuquerque le estaban recitando sus obras completas.
Sólo entonces pudo empezar a disfrutar del episodio. Entre el picante y el alcohol, cabeza y corazón se le habían convertido en sustancias maleables, indefinidas, dispuestas a todo. Sentía que lo iba invadiendo una incontenible ola de simpatía hacia las dos viejitas que, entre tequila y tequila, entre guindilla y guindilla, le iban propinando sus odas y serenatas, sus responsos y melancolías. Estaba viviendo un cuento, un cuento que no era necesario reelaborar, porque las viejitas se lo estaban dando hecho, pulido, acabado. Se sintió invadido por una especie de amor, generoso y espléndido, frente a aquellas dos muestras de lúcida sensibilidad, que habían sobrevivido inconmovibles a la extensa sucesión de tequilas. El, en cambio, estaba bastante conmovido, y, como siempre que el alcohol lo encendía, tuvo conciencia de que iba a tartamudear.
»¿Y cu-cuál de esos po-poemas fue pu-publicado por el Saturday?», preguntó en medio de su propia niebla, sin fuerzas para agregar Evening Post.
«Oh, ninguno de estos», respondió Miss Folwell desde su admirable serenidad y sin asomo de tartamudeo. «Qui-quiero que me di-ga los que le publicó el Satur...» Por primera vez Miss Folwell se sonrojó levemente. «Fue uno solo», dijo con imprevista humildad. «Dígaselo, Rose», insistió Miss Paine. «Tal vez no sea el momento», dijo Miss Folwell.
«Pe-pero síííí...», balbuceó Farías automáticamente, y agregó con un énfasis sincero: «¡Adelante Rose!»
Miss Folwell mojó sus labios con su último tequila, carraspeó, sonrió, parpadeó. Luego dijo: «Now clever, or never.» Nada más. Farías dio cauce a su estupefacción con un soplido levemente irrespetuoso que expelió entre los labios apretados. Pero Miss Folwell agregó: «Eso es todo.» Otro soplido. Entonces Miss Paine, discreta y servicial complementó: «Una verdadera proeza, Mr. Farías. Fíjese que tremendo sentido en sólo cuatro palabras: Now clever, or never. Lo publicó el Saturday Evening Post, el 15 de agosto de 1949». «Tre-tremendo», asintió Farías, en tanto que Miss Folwell se levantaba en tres etapas y se dirigía a LADIES.

Di-dígame Agnes«, empezó Farías lo que creyó iba a ser una frase más larga, «¿po-por qué les gusta tanto el pi-cante y la po-poesía?» «Qué curioso que usted junte las dos cosas en una sola pregunta, Orlando», dijo Miss Paine correspondiendo al nuevo tratamiento y a la nueva confianza, «pero tal vez tenga razón. ¿Cree usted que sean dos formas de evasión?» «Po-por qué no?», dijo Farías, «¿Pero eva-vadirse de qué?» «De la sordidez. De la responsabilidad.» A Farías le pareció que Miss Paine elegía las palabras al azar, como quien escoge naipes de un mazo. Ella emitió un suspiro antes de agregar: «De la realidad, en fin.»

4.

«Tenemos que recoger a Nereida Pintos en Georgetown», dijo el guatemalteco, «y después seguimos hasta casa de Harry. Van a ver que gringo más divertido.» «¿Quién es la nereida?», preguntó el chileno. «Mira, nació en Tegucigalpa, pero hace como mil años que está aquí en Washington. Dicen que cocina unos poemas muy pastoriles y unas albóndigas estupendas. Además es lesbiana, pobre...»
Desde el asiento trasero del Volkswagen, Farías los escuchaba y se dejaba llevar. Había conocido a Montes, el chileno, y a Ortega, el guatemalteco, en una fiesta del Pen Club, en Nueva York. Montes enseñaba literatura hispanoamericana en la Universidad de Notre Dame (Notredéim, pronunciaban los yanquis) y ahora estaba en Washington para alguna investigación en la Biblioteca del Congreso. Ortega no era profesor, ni poeta, ni siquiera periodista; sólo un arevalista repugnado del castillo-armismo y su colofón llamado Ydígoras. Desde hacía dos años, se las rebuscaba como podía en los Estados Unidos, particularmente en Washington, donde tenía un apartamentito y conseguía todo tipo de descuentos y oprtunidades a los miembros de la colonia latinoamericana. Al apartamento concurrían con frecuencia norteamericanas jóvenes, desatendidas por sus maridos. Ortega tenía una explicación para esa infelicidad sexual: «Saben, chicos, estos gringos necesitan muchos martinis para tomar coraje, pero siempre les viene el sueño antes que el coraje.»
Farías los oía hablar y reírse y blasfemar, y le parecía que esos dos, nacidos a tantos miles de kilómetros uno de otro, eran ciertamente más semejantes entre sí que cualquiera de ellos con respecto a él mismo. Uno venía de Cuajiniquilapa y otro de Valdivia, pero algo tenían en común: la fruta guatemalteca y el cobre chileno que les explotaba el gringo. Ese era el idioma único, latinoamericano, en que se entendían. En Nueva York le había dicho el chileno: «Ustedes los uruguayos tienen la suerte y la desgracia de que Estados Unidos no precise la lana. No les compra. No los explota. No los indigna.»
«Y ya sabes, Farías», estaba recomendando Ortega, «si precisas radios o transistores, grabadoras, planchas, banlones, bolígrafos o cámaras, no vayas a caer en esos Dicount que son unos gángsters. Me dices a mí y te consigo lo mejor, más todavía, te cedo la mitad de mi comisión. No te digo que te lleves una refrigeradora, porque a lo mejor te encuentras un guardia incomprensivo y te la sacan en tu aduana. Ustedes en el Sur tienen tanto melindre...»
Nereida salió de su casa no bien tocaron el timbre. A la vista de sus ojeras (anchas, profundas moradas) Farías sintió una especie de choque que no era vértigo ni repugnancia, pero que participaba de ambas sensaciones. Tendría unos cincuenta años y unos noventa kilos, aunque estoicamente embretados en quién sabe cuántas fajas o sucedáneos. Se sentó atrás con farías. Este, por decir algo, elogió a Georgetown. «Ah, me encanta Georgetown», dijo ella, «Me encanta Washington, me encanta Estados Unidos. Creo que jamás podría volver a centroamérica.» «¿Por qué, Nereida?», preguntó Ortega desde el frente, «¿Somos salvajes?» «Son una sociedad feudal, eso es lo que son, con esos maridos que se creen Júpiteres Tonantes y esas mujeres que se creen felpudos de Júpiter. Aquí es un matriarcado, qué hermosura. Seguro que usted, Orlando, habrá sido invitado a cenar en un typical American Home. ¿No le parece un encanto esos americanitos rozagantes y con delantal, vigilando el pastel que pusieron en el horno? ¿Se fijó que aquí son las mujeres las que descorchan las botellas?» Se rió tan fuerte que Ortega la hizo callar. «Son estupendos», siguió Nereida, «yo estoy por el matriarcado. Por eso este país llegó a donde llegó«. «¿A dónde llegó?», preguntó Montes. Nereida no dijo nada. En rigor, nadie se molestó en responder.

En Riverdale los esperaban Harry y su mujer. Farías pasó al auto del matrimonio. Era un privilegio al que le hacía merecedor su inglés deshilachado. Harry hablaba algo de español, pero Flora sólo sabía decir: «Hasssta la visssta.» Lo miraba a Farías, le hacía adiós con la mano, decía: «Hasssta la visssta», y soltaba una carcajada. Farías la acompañó sin mayor convicción en varios de esos estallidos, pero a los quince minutos empezó a sentir un poco doloridas sus mandíbulas, y desde ese momento se limitó a sonreír con elaborada solidaridad.
«Los voy a llevar a un sitio maravilloso», dijo Harry, feliz de poder gastar su vocación de líder, y agregó enseguida: «¿Qué les pareció Nueva York?» «Fascinante por muchas razones», contestó Farías. «¿Cuántas de esas razones usaban faldas?», inquirió Flora. Farías volvió a sonreír y sacudió la cabeza: «Ya sé, ya sé», dijo Flora, «ahora abandonó Nueva York y les dijo Hasssta la Visssta». Por primera vez, Harry acompañó a su mujer en la carcajada. «¿Estuvo en el Radio City?», preguntó Harry. «Claro que estuve. Es una de las cosas que más me fascinaron. Ese afán de hacerlo todo con mayúscula, esa falta de originalidad para ser originales. Dígame una cosa, Harry, ¿por qué cuando esa enorme orquesta, que sube y baja y da vueltas sobre su gigantesca plataforma, tiene que tocar un concierto para violín y orquesta, se elige que la solista toque corneta en vez de violín y vista de shorts en vez de largo? Me parece muy bien que las monjas norteamericanas vayan a escuchar rock y pataleen junto a los fans, pero no puedo tragar ese conglomerado de Sibelius y lindas pantorrillas.»
«Take it easy, Orlando», interrumpió Harry, «me parece que usted está influido por Fidel castro». La diversión fue general. «Ahora le digo en serio. No crea que se puede ser musicalmente anti-imperialista. Esa receta de Radio City no está mal, después de todo. Gracias a las lindas pantorrillas, el público deglute a Sibelius. Difusión cultural, ¿okei? De todos modos, lo que usted me cuenta es bastante mejor que el programa de la navidad pasada, cuando Papá Noel volaba en helicóptero por el interior de la sala.»
El sitio maravilloso era Great Fall, estado de Maryland. Farías reconoció que el espectáculo de los saltos de agua valía la pena. «A ver esa formidable organización de picnic» dijo el guatemalteco refiriéndose a Harry. «Harry es el especialista», completó Nereida.
Entonces Harry extrajo del auto una valija, no demasiado voluminosa, y de ella sacó la pequeña heladera, un verdadero chiche, donde estaba la carne; luego, una especie de parrilla aerodinámica y desarmable, que en un minuto fue puesta en condiciones; también un combustible sintético (algo así como pelotas de carbón); por último, un pomo con un líquido inflamable, especial para carbón sintético, especial para picnics especiales. Farías encontró que el fósforo y el hambre eran los únicos puntos de contacto con un asado del cono sur. Flora infló unos almohadones de nailon y todos se sentaron alrededor de aquel fuego civilizado y sin problemas, excesivamente resuelto y preparado. Si no hubiera sido por el toque natural que representaba el salto de agua, el picnic podría haberse realizado en el piso 92 del Empire State Building.

Después del almuerzo miraron un rato la TV a transistores, especial para picnics, pero Nereida dijo que no le gustaban las de vaqueros. Entonces Harry extrajo su Polaroid, reunió al grupo junto a las cenizas esféricas del carbón sintético, e insistió en que Flora tomase una foto en la que él apareciese junto a los cuatro latinoamericanos. Hizo una broma sobre la diferencia entre sus 1.93 metros de altura y los 1.69 que medía el más alto de los otros. «Y son capaces de creer que no son subdesarrollados», dijo. A los cuatro minutos de haber tomado la foto, la copia ya estaba disponible. «Esto es civilización», dijo Harry respondiendo a los aplausos de Nereida. Farías no hubiera podido asegurar si el yanqui estaba orgulloso o sólo se burlaba de los hábitos nacionales. Quizás hubiese un poco de ambas cosas. Farías lo encontraba simpático y sincero. Flora le gustaba un poco menos, no sabía bien por qué. En ese momento, ella le estaba mostrando una botella de whisky que tenía agregados unos senos de plástico, monstruosamente inflados. «Esto lo trajo Harry de Nueva Orleans.»Nereida dedicó al artefacto una mirada ansiosa, casi masculina. El chileno se aburría y se fue a contemplar la cataratita, una especie de versión para Reader's Digest de las Niagara Falls.

Ortega se llevó discretamente a Farías hasta cerca del camino. «Harry es un buen tipo, ¿no te parece? Por lo menos, el producto corriente.» «Sí, me gusta bastante.» «Sabes, admite el American Way of Life, pero lo admite con cierta sorna, y eso en definitiva lo está salvando. No te voy a decir que nos entiende (eso es muy difícil aquí) pero se puede hablar con él de Guatemala o de Bolivia o hasta de Cuba, sin que se ponga histérico. Eso es mucho. Por lo menos, no cree que Roosevelt haya sido comunista.» «¿Y Flora?» «Bueno, Flora se considera una frustrada, porque en la casa Harry es el que manda. De acuerdo al esquema de Nereida, Harry es el que descorcha las botellas y Flora es la que cocina. Claro, no te olvides de que él vivió dos años en México. Tal vez allí se acostumbró...»

Flora andaba con Montes saltando entre las rocas. Harry fumaba con delectación junto al Volkswagen. Nereida leía un Esquire, recostada en un árbol. Ortega optó finalmente por unirse a los saltarines de las rocas, y entonces Farías se echó sobre la gramilla, la cabeza apoyada en el rollo que había hecho con su saco. Pensó que en el Uruguay siempre le había huido a los picnics. No tuvo tiempo de sacar conclusiones. Se durmió.

Dos horas más tarde, venía sentado junto a Harry y Flora en el asiento delantero del Chrysler 1960. Los otros se habían ido en el Volkswagen de Ortega, y el matrimonio se había ofrecido a llevarlo hasta Washington. Estaba contento. «Buena gente», pensó. Flora había cruzado las piernas. «Buenas piernas», pensó. Evidentemente, esta tarde sería un buen recuerdo.
«¿Por qué todos ustedes viven fuera de Washington?», preguntó por preguntar. «A mí me parece una ciudad muy agradable.» El perfil de Harry se transfiguró. «¿Cómo quiere que los seres humanos vivamos en Washington si aquí hay nada menos que un 65% de negros?» Farías tragó. «¿Y eso qué?» Flora lo miró con dulzura, sin alterarse, seguramente compadecida frente a la incomprensión. «¡Cómo! ¿No entendió Orlando? ¡65% de negros!» Farías guardó silencio, pero se sintió horrible guardando silencio. Al final tuvo que decir: «Ustedes perdonen, pero no puedo entenderlo.» Harry tenía una expresión cada vez más colérica.

En el cruce de Massachusetts Avenue y calle 4, el Chrysler tuvo que detenerse porque el semáforo estaba rojo. Por la franja reservada a peatones cruzó toda una familia de color. Los dos últimos negritos señalaron a Harry y se rieron. Se rieron como siempre se ríen, con toda la boca, mostrando hasta la campanilla. Eso ya era demasiado para Harry. Dio un tremendo puñetazo sobre el volante y gritó dirigiéndose a Farías: «¡Y usted pregunta por qué no vivimos en Washington! ¡Fíjese, fíjese, ésta es nuestra realidad! ¡Nuestra realidad! ¿Entiende ahora?» «Take it easy, Harry», dijo Flora. «Sí, ahora entiendo», murmuró Farías, y pensó en el party de Greenwich Village, en las invictas viejitas de Albuquerque.

Lo dejaron frente al National. Farías tuvo que construir una larga frase de gracias por el paseo, el picnic, la comida, la copia de la Polaroid, el regreso al hotel. Harry le dio la mano y dijo, ahora más calmo: «Fue un gran placer conocerlo, Orlando, verdaderamente un un gran placer.» Flora le dio un beso en la mejilla.

Farías se quedó un momento en la puerta del hotel, esperando que el coche arrancara. En el instante en que el Chrysler 1960 empezaba a moverse, Flora hizo adiós con la mano y dijo con fruición: «Hasssta la visssta.»

1961

domingo, 20 de septiembre de 2009

ciudades


Imagen tomada de la red: Montevideo.

La geografía poética urbana de Benedetti está muy alejada de la tradición vanguardista que se sentía fascinada por la técnica y veía a la ciudad como su paradigma, con sus rascacielos de cristal y los veloces automóviles recorriendo autopistas urbanas, como la imaginaron Le Corbusier e Hilberseimer entre otros. La ciudad de Benedetti está en la tradición de la geografía literaria de Borges, Guillén, Aleixandre, Pessoa, quienes recuperan poéticamente una ciudad que todavía no ha visto disuelto su espacio, donde su escala urbana hace posible reconocer y reconocerse, donde es posible soñar y ser solidario, en fin, donde el pasado y el presente conviven sin sobresaltos. Esta ciudad tiene en la calle su lugar por excelencia donde la forma espacial, la forma social, y la forma emocional se funden.
Uno de los poetas que sintieron la atracción y energía poética de la calle fue un autor argentino, Baldomero Fernández Moreno, que escribió un precursor libro de poemas urbanos titulado Ciudad:

La calle me llama
y obedeceré...
Cuando pongo en ella
los ligeros pies
me lleno de rimas
sin saber por qué...

Una Antología de Fernández Moreno fue una de las lecturas del joven Benedetti en su estancia laboral en Buenos Aires. En él leería versos como estos: «Pesa de nuevo la ciudad enorme / sobre la débil tabla de mi pecho».

¿Orientaría este gran poeta menor la mirada poética de Benedetti hacia la ciudad? A mí me gusta pensar que sí, y efectivamente muchos años después de esta primera visita a esta ciudad dedicaría un recuerdo al poeta argentino en el poema «Plaza de San Martín».
Benedetti, en 1948, escribió su hermoso poema «Elegir un paisaje» donde la calle se aparece en su memoria como el espacio de la ciudad de su adolescencia, reconstruyéndola con lenguaje poético, haciéndola eterna. En esta calle los recuerdos emocionales «las piernas que arrastran a mis ojos / lejos de la ecuación de dos incógnitas», se entremezclan con la realidad objetual. Los balcones, el ruido de las bocinas y los árboles que, como veremos en la ciudad del exilio, será un signo de su Montevideo del recuerdo. Este poema termina así:

Ah si pudiera elegir mi paisaje
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles


El atardecer, como momento de la mirada del poeta sobre la calle, se puede también encontrar en Borges, Guillén o Pessoa. El primero decía en Inquisiciones que la mejor luz para mirar una ciudad era el del crepúsculo, donde en el «conflicto de la visualidad y la sombra» recobran «su sentir humano las calles». En el poema «Viviendo», de Guillén, aparece un hermoso ocaso en la ciudad; y en el Libro del desasosiego, de Pessoa -Bernardo Soares- uno de los escasos momentos de sosiego de esa obra tiene por escenario una plazuela de Lisboa al atardecer.
La construcción poética de la ciudad, en los años anteriores al exilio, sigue ciñéndose a la memoria de sus años infantiles y adolescentes. En «Dactilógrafo» (1955) estos recuerdos se desgranan entre las líneas de una carta comercial que está escribiendo en su trabajo rutinario frente al que aparece como contrapunto su Montevideo del recuerdo:

Montevideo era verde en mi infancia
absolutamente verde y con tranvías
y qué optimismo tener la ventanilla
sentirse dueño de la calle que baja
jugar con los números de las puertas cerradas
y apostar consigo mismo en términos severos...

Aquí aparece, de nuevo, la calle, ahora recorrida desde el tranvía -otro protagonista urbano que luego aparecerá en su ciudad del exilio- y se sentía su dueño. El sentimiento de posesión caracteriza la relación intensa que se produce cuando el ciudadano se reconoce y reconoce el lugar urbano. El lugar no existe en cualquier parte de la ciudad, sólo en aquellas en que el espacio ha sido humanizado por un trazado, una escala y una escena urbana, a la que se une la experiencia y la memoria del ciudadano que lo mira. Esa es la enseñanza que el urbanista constructor y reformador de ciudades puede encontrar en las geografías literarias: el sentido del lugar. Y el sentido del lugar no se crea, se construye a lo largo del tiempo por una misteriosa fusión entre lo construido; las vivencias ciudadanas, más lo único natural que tiene la ciudad, el aire, la luz y el cielo. El lugar urbano no existe, sólo está presente en la memoria y en la imaginación. Una geografía literaria es una creación de lugares. En ellos la calle como lugar sólo existe en el alma, no tiene dimensión física, sólo emocional.
Finalmente, en esta parte dedicada a la geografía literaria de Benedetti, anterior al exilio, habría que decir algo de Montevideanos (1959). Esta obra es para la ciudad de Montevideo, lo que es el Dublín de Joyce en Dublineses, obras donde la dimensión física de la ciudad queda en un segundo plano, y esta corta investigación sigue las huellas de la ciudad cuya escena urbana es protagonista o inductora del discurso poético o literario.

En 1973, tras el golpe militar, Benedetti se exilia, primero a Argentina, y posteriormente a otros países americanos y europeos. No regresará hasta 1985.
A la mirada sobre Montevideo a través del tiempo en sus poemas anteriores al golpe, se une ahora la distancia real de la separación forzosa. Y su ciudad se convierte en la «ciudad en que no existo» como escribiría con desasosiego, Benedetti pierde su ciudad forzado por la violencia golpista, y como él muchos otros de sus ciudadanos, que la perderían para siempre.
El poeta exiliado funda una ciudad, creándola a partir de sus recuerdos para seguir viviendo en ella. En «Fundación del Recuerdo» (1973/74) dice que «No es exactamente como fundar una ciudad», pero más adelante, en el mismo poema, afirma que un recuerdo puede tener calles y árboles y «plazas de sol con puños en el aire».
Todo el entramado de ilusión, fantasía, y deseo de no olvidar su ciudad está en el sobrecogedor relato que abre Geografías, que aunque se lea cien veces nunca deja de conmover. Dos exiliados se dedican a un juego en que uno de ellos pregunta sobre un detalle urbano de Montevideo y el otro tiene que describirlo lo más exhaustivamente que pueda recordar. El relato nos da una descripción panorámica de la ciudad, como una imagen filmada desde el aire. Desfilan monumentos, plazas, estadios de fútbol, paradas de transporte público, y de pronto como en un zoom ven -vemos- a una mujer, Delia, que espera la luz verde en un paso de peatones, y que es recordada por el protagonista del relato por «su sonrisa que alegra la vida, no sólo la mía en particular sino la vida en general».
Y de pronto, el recuerdo se hace realidad, y Delia, la real, aparece en medio de la pareja de exiliados. Ha conseguido salir de Uruguay después de pasar algunos años en la cárcel, experiencia de la que elude hablar. Ellos le explican el juego de construir Montevideo con imágenes recordadas, «Ustedes no reconocerían la ciudad -les dice la mujer- Ese juego de las geografías los perderían los dos». Se quitan los árboles de las avenidas, -¿para que pasen más coches?-. Edificios y locales que ocupan un significado en la ciudad de sus recuerdos han desaparecido, y en su lugar hay ahora Bancos o Aparcamientos. Aquella dictadura era tan feroz que no sólo destrozaba o «desaparecía» a las gentes que le molestaba; al que se les escapaba al exilio, le destrozaban la ciudad, se la cambiaban, para aniquilarle su identidad y sus recuerdos.
Al final del relato el personaje narrador se queda a solas en su habitación con Delia, su antiguo amor, intenta recuperar la emoción de entonces, abrazándola, pero ella permanece inerte con la mirada perdida: «No puede ser... -dice- no hay regreso... Mi geografía también ha cambiado».
Nuestra memoria está prendida de rostros y de calles. Si los rostros desaparecen y la calle cambia, nuestra vida, construida sobre ese escenario humano y urbano, se convierte en un sueño brumoso. Baudelaire ante los cambios que se producían en la ciudad, decía que «pesan más que rocas mis mas caros recuerdos». Y Benedetti en el exilio cuando le llega la noticia de que los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio han desaparecido, desolado escribe: «Es a mí a quien han mutilado, me he quedado sin ramas, sin brazos, sin hojas»:

dicen
que la avenida está sin árboles
y no soy yo para ponerlo en duda
¿acaso yo no estoy sin árboles
y sin memoria de esos árboles
que según dicen ya no están?

La ciudad, en el Benedetti de exilio, es una parte de sí mismo. Pero no sólo una ciudad hecha de espacios y objetos, sino que de ella forman parte también los seres humanos que la pueblan. Como en el poema «En la plaza» de V. Aleixandre, el personaje -alter-ego de Benedetti- de un relato corto de Geografías, se sumerge en la multitud de una plaza en la que reconoce y con la que se funde:

Su marco natural nunca había sido el paisaje sino el prójimo, con sus histerias y miserias, con sus enigmas y sorpresas... Así se había movido en los cauces políticos, sin la menor vocación de poder personal, sabiéndose mucho más fértil y un definitiva más útil en el codeo fraternal de la plaza repleta que en las tribunas de la retórica.

En su obra del exilio, para Benedetti, no hay más que una ciudad: Montevideo. Como el protagonista de «De puro distraído» que no reconocía las ciudades por las que pasaba salvo por detalles insignificantes. Sólo reconoce su ciudad cuando es detenido y va a ser torturado. El paisaje del terror sustituye al fraternal de sus recuerdos.


Gabriel Miró había escrito en Años y leguas que volver a un lugar es buscarnos de memoria a nosotros mismos, pero Benedetti ha consumido la memoria de su ciudad cuando regresa a Montevideo en 1985, tras el restablecimiento de las libertades. En su obra posterior al exilio, Montevideo se ha desvanecido como los árboles de la Avenida Dieciocho de Julio.
La subjetividad domina intensamente la mirada de Benedetti sobre la ciudad del regreso:

dentro de algunas horas
me acercaré a tus muertos
ciudad muerta
latiré en tus latidos
ciudad viva
pisaré mis pisadas
ciudad huella

Soledad y tristeza infinita transmiten sus poemas urbanos del regreso. Como «Ciudad sola», en la que el protagonista es una paisaje urbano desolado en las últimas horas de la noche antes del amanecer.
Los recuerdos de su ciudad, a los que se aferraba en el exilio, son sustituidos por una geografía poética en la que sólo tiene cabida el amor como un salvavidas enmedio de un naufragio, un amor desesperado como en «Calle de Abrazados». En el poema «Cada ciudad puede ser otra» nos habla de la transformación de la ciudad a través de la mirada de los enamorados. Una ciudad nueva y tan diferente «como amorosos la recorren». Pero como dice en el preámbulo de ese poema Jaime Sabines, los amorosos son también los que abandonan y olvidan.
En uno de sus libros de poemas, donde vuelve a retomar una ciudad más vitalista donde los signos de identidad física reaparecen, es en el de inequívoco título: «Lugares» (1986). Allí rinde homenaje a la Plaza San Martín, en un poema del mismo título, a esa vieja plaza de Buenos Aires a la que también Borges dedicó un poema de juventud:

En este espacio cada uno es capaz
de zurcir sus vislumbres y tinieblas...


En «Pausa de agosto» dedicado al Madrid vacío en las vacaciones de verano, para el poeta la mejor época para recorrer esta ciudad, cuando los árboles y los pájaros recuperan su protagonismo:

Los árboles han vuelto a ser
protagonistas del aire gratuito
como antes
cuando los ecologistas
no eran todavía imprescindibles.

Fuente: Mario Benedetti (Inventario Cómplice)
José Ramón Navarro Vera (Universidad de Alicante)

martes, 15 de septiembre de 2009

Cada ciudad puede ser otra.



Espero que no sea una infidencia.


Los miembros del grupo saben que Cecilia y yo vivimos en la misma ciudad; este fin de semana salimos de paseo por el centro. La vimos muy bonita a Rosario - esperando la primavera - dijo Ceci. Y ella recordó un poema que habla de las ciudades y cómo pueden sentirse en ellas los habitantes, todo depende de ..

Es un poema de Mario Benedetti que pude encontrar recién y decidí traerlo a este espacio de lectura acompañado del collage que Cecilia hizo con las fotos que sacó durante el paseo.

No pedí su permiso, lo hago como una sorpresa y presente para su blog.

Gracias.


Cada ciudad puede ser otra.

Los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Jaime Sabines


Cada ciudad puede ser otra
cuando el amor la transfigura
cada ciudad puede ser tantas
como amorosos la recorren

el amor pasa por los parques
casi sin verlos amándolos
entre la fiesta de los pájaros
y la homilía de los pinos

cada ciudad puede ser otra
cuando el amor pinta los muros
y de los rostros que atardecen
unos es el rostro del amor

y el amor viene y va y regresa
y la ciudad es el testigo
de sus abrazos y crepúsculos
de sus bonanzas y aguaceros

y si el amor se va y no vuelve
la ciudad carga con su otoño
ya que le quedan sólo el duelo
y las estatuas del amor.




Poemas de Mario Benedetti

lunes, 7 de septiembre de 2009

Es tan poco ..

Fotografía: Ricardo Sánchez Belmont
http://www.arteyfotografia.com.ar/4700/fotos/242919/

2. Es tan poco

Lo que conoces
es tan poco
lo que conoces
de mí
lo que conoces
son mis nubes
son mis silencios
son mis gestos
lo que conoces
es la tristeza
de mi casa vista de afuera
son los postigos de mi tristeza
el llamador de mi tristeza.
Pero no sabes
nada
a lo sumo
piensas a veces
que es tan poco
lo que conozco
de ti
lo que conozco
o sea tus nubes
o tus silencios
o tus gestos
lo que conozco
es la tristeza
de tu casa vista de afuera
son los postigos
de tu tristeza
el llamador de tu tristeza.
Pero no llamas.
Pero no llamo.

Poemas del hoyporhoy (1958-1961)
Mario Benedetti

domingo, 6 de septiembre de 2009

Soneto del Camino


fotografía:
http://www.arteyfotografia.com.ar/3544/fotos/132373/


4. Soneto del Camino

No es fácil saber cuál es el camino
que nos lleva hasta el mar de la utopía
sin contar con la lámpara de un guía
surgido en algún cruce del destino

el azar no es humano ni divino
pero más de una vez nos desafía
entonces hay que usar la valentía
y enfrentarlo con música y con vino

cada senda se orienta y nos orienta
guarda un poco de alma para luego
y agua también para la fe sedienta

ah pero en el destino hay travesura
y como nadie entiende de ese juego
el camino se pierde en la espesura


Sonetos de un testigo- Mario Benedetti
Testigo de Uno Mismo (agosto 2008)